Los libros proféticos (XXIII): Daniel (II): el profeta que vio desaparecer imperios (Daniel 4-6).
Los imperios siempre creen que van a ser eternos. Los antiguos egipcios estaban convencidos de que la divinidad del faraón y la repetición anual de ciertas ceremonias religiosas garantizaban que su imperio permanecería poderoso y próspero.
Por supuesto, lo mismo pensaron los greco-macedonios, los romanos, los bizantinos, los españoles, los franceses, los británicos, los japoneses, los austriacos, los soviéticos y hoy en día los norteamericanos.
Ni qué decir tiene que no todos fracasaron tan rápidamente como el Reich de los mil años hitleriano que sólo duró doce, pero todos se equivocaron de manera clamorosa. Naturalmente, es fácil referirse a lo ya pasado, pero señalar el futuro en medio de un imperio en pleno auge es peligroso. Fue precisamente lo que hizo Daniel.
Nabucodonosor, hombre supersticioso como tantos gobernantes a lo largo de la Historia –más cerca ha sido el caso de Arzalluz o de Pujol en España o el de Reagan en Estados Unidos– se sintió horrorizado cuando tuvo una pesadilla.
El recurso inmediato fue acudir a los adivinos y magos (4: 7), pero también a Daniel cuya notable categoría espiritual era reconocida (4: 8). Quizá Freud y Jung habrían apuntado a una interpretación del sueño que coincidiría con la de Daniel, pero que no tendría su altura espiritual. Por añadidura, de haberse encontrado en la corte de Nabucodonosor, puede que hubieran preferido guardar silencio para evitar desagradables consecuencias. No fue el caso de Daniel.
Nabucodonosor iba a recoger simplemente los frutos de su soberbia. Al cabo de un año (4: 29-33), Nabucodonosor seguía siendo el monarca orgulloso de siempre –quizá incluso más– y el contenido del sueño se convirtió en realidad. La dolencia de Nabucodonosor posiblemente fue la licantropía y, ciertamente, en los anales de Babilonia hay una brecha correspondiente al período del que habla Daniel que indica, siquiera indirectamente, la historicidad del pasaje.
Durante años, con un rey sometido a una grave dolencia mental, Babilonia no pasó por sus mejores tiempos. Sin embargo, todavía no había llegado su hora. Y es que, históricamente, no suele ser tan extraño que en el devenir de una nación, a un desequilibrado lo suceda el que pondrá trágico punto final a una época.
La caída de Babilonia se produjo cuando la medida de sus pecados –la ausencia del peso moral indispensable– llegó al límite que Dios consideró intolerable. La escritura en la pared (5: 1-5) resultó un mensaje que, una vez más, los encargados oficialmente de leer las señales de los tiempos fueron incapaces de interpretar. De nuevo, no fue el caso de Daniel que fue traído a la presencia de Baltasar-Belsasar (5: 10-12).
Una vez más, Daniel no fue complaciente con el poder sino que anunció el mensaje debido. Baltasar no había querido tener en cuenta los antecedentes de Nabucodonosor (5: 17-23). De hecho, había seguido siendo un idólatra de esos que rinden culto a imágenes de plata, oro, bronce, hierro, madera y piedra, justo esas imágenes que “ni ven, ni oyen ni saben” (5: 23). El resultado es que había llegado el final de aquel imperio. Soberbia, culto a las imágenes, insistencia en no aprender las lecciones del pasado… el resultado era que Dios había contemplado a Babilonia y había llegado a la conclusión de que no tenía el peso moral que debía.
Poderosa, pero liviana e insignificante éticamente, había llegado el día de su juicio. Por increíble que pudiera parecer, medos y persas –unas tribus bárbaras del norte– acabarían con la altiva Babilonia. Así fue. Aquella noche, según nos informan las fuentes antiguas, Ciro desvió el lecho del río que cruzaba la considerada inexpugnable Babilonia. Sus tropas, caminando por la noche por el lecho seco del río, cayeron por sorpresa sobre los babilonios y los aniquilaron. Nunca volvería a levantarse aquel imperio babilónico.
Sin embargo, por muy justa que haya sido la caída de un imperio, no hay ninguna garantía de que la situación será mejor con el que lo suceda. Cierto, los judíos de las naciones del Este de Europa salvaron la vida con la derrota del III Reich, pero, en pocos años, un país tras otro se vio sometido a la URSS. No puede decirse que a Bulgaria, Hungría o Rumania le fuera mejor con la URSS que con el III Reich.
Babilonia desapareció, pero los persas –a pesar de ser más justos y humanitarios– no significaron el final de las dificultades para el pueblo de Dios. El libro de Esther muestra cómo los judíos estuvieron al borde de ser exterminados en masa; el de Daniel nos enseña cómo los cortesanos envidiosos –aunque parezca mentira no sólo hay envidia en España- intentaron acabar con un hombre íntegro cuya mayor falta había sido anunciar con antelación y con valentía lo que iba a suceder (c. 6).
Que lo arrojaran al foso de los leones –unos animales que no dejaban ni los huesos de sus víctimas– era fácil de esperar e incluso casi obligado. Que Dios preservara a Daniel y castigara a sus canallescos enemigos también era previsible. Sin embargo, no siempre sucede así y, como ya vimos en la anterior entrega, el que cree en Dios y desea serle fiel sabe que el Señor lo puede salvar, pero que incluso si no lo hiciera por razones que están en Su voluntad no por eso renunciaría a su integridad (3: 17-18).
Naturalmente, realidades tan claras y, a la vez, tan prácticas no resultan agradables para los que no desean arriesgar su comodidad. Por el contrario, resulta más fácil convertir a Daniel en un personaje que sólo habló de un futuro lejano, un futuro tan distante –y, a la vez, tan disparatadamente falso– que no va a inquietar a los habitantes de ningún imperio ni tampoco nos va a obligar a reflexionar sobre el aquí y el ahora.
Pero de eso hablaremos en las próximas entregas.
Lecturas recomendadas: Daniel c. 4, 5 y 6
Continuará
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