Nabot era un sencillo ciudadano que tenía una viña al lado del palacio del rey Acab. (Cf. 1 Reyes 21:1-3) El rey tenía todo lo que podía desear y más. Creo que no hace falta que explique como suelen vivir los que tienen el poder, antes, ahora y siempre. Pero a Acab le faltaba “algo” para ser feliz, y era el pequeño terreno de Nabot. Todos los días le veía allí trabajando contento en su viña y eso era demasiado para él. Le pidió a Nabot que se la vendiera o se la cambiara por otra, pero éste respondió: “No permita Dios que te de lo que fue heredado de mis padres”. Ahora nos puede parecer casi una insolencia, pero en aquel momento la heredad familiar lo era todo. Formaba parte de la identidad que Dios había dado a cada uno, de tal manera que perder las tierras era como perderse uno mismo, renunciar a lo más querido, a aquello que recibías directamente de tus padres y del Creador.
Acab era el rey, y sus deseos eran órdenes, así que, muy mal aconsejado, decidió asesinar a Nabot. No sólo le quitó todo lo que tenía, sino que incluso acabó con él. O por lo menos eso creyó.
A veces defender lo que somos puede costarnos muy caro, pero tenemos que hacerlo. ¡Es lo más importante! No estoy hablando ahora de terrenos o dinero, sino de nuestra propia vida y de nuestra dignidad, nuestras raíces y lo que realmente somos; me estoy refiriendo a la imagen de Dios en nosotros… Nadie tiene derecho a quitarnos lo que somos, porque la vida es el primer regalo que Dios nos ha dado.
Dios nos ha hecho a todos con un valor único. Para Él no existen diferencias de razas, culturas, posesiones, poder, etc. No tenemos que ser como nadie, ni necesitamos envidiar a nadie, porque Dios nos ama a todos sin excepción, ¡El nos creó! Las distinciones entre personas más o menos “importantes” las hacemos nosotros. Las discriminaciones son fruto de nuestra maldad:
“Si prestáis especial atención al que trae ropa espléndida y le decís “siéntate aquí en un buen lugar” y le decís al pobre “Quédate allí en pié” ¿No hacéis discriminaciones entre vosotros mismos? (…) “Si hacéis acepción de personas quedáis convictos en la ley como transgresores” (Cf. Santiago 2: 3 y ss.)
Desgraciadamente
ese tipo de “racismo” contra el que creemos inferior es sostenido tanto por los que no creen en Dios, como por muchos que sí creen: basta con ver nuestra manera de tratar a las personas que tienen poder, dinero, fama, status social, etc. ¡Sin darnos cuenta de que eso es absolutamente contrario al carácter de Dios! El amor infinito hacia todos los seres humanos es un regalo de Dios. Las diferentes categorías que les damos a las personas son un malvado invento nuestro.
Las personas VIP no existen para Dios. La primera clase, la diferencia de trato, las reverencias y la servidumbre no se dan en la presencia de Dios.
Los pobres, los sin techo, los que no tienen nada, los desheredados, los sin identidad; y en otro sentido los discapacitados, los que algunos consideran inútiles, los que no pueden valerse por sí mismos… ¡Todos son abrazados por Dios! El no hace distinción de personas, ¡Al contrario! Una y otra vez nos enseña en la Biblia que los oprimidos y despreciados son los que están más cerca de Él.
Es como si Dios se encargara de darle la vuelta a todos nuestros conceptos y nuestra manera de ver la vida para que aprendamos a tratar a los demás tal como Él nos trata a nosotros.
Fuimos diseñados para amar y servir, y cuando vivimos así somos felices. Cuando queremos que los demás nos sigan y nos sirvan vivimos en una frustración permanente. Cuando usamos a los demás para conseguir nuestros fines “perdemos” la imagen de Dios en nosotros porque los demás sólo ven la arrogancia idiota de quién se cree superior por lo que hace o lo que tiene.
Todos los seres humanos llevan la imagen de Dios en sí mismos: no importa el rincón en el que vivan, el color de su piel, o lo mucho o poco que tengan. Todos reflejan en cierta manera la gloria del Creador.
Nadie es más humano que otro, nadie es más honorable que otro: Dios nos creó a todos con la misma dignidad.
Lo olvidamos muchas veces.
Tantas que
rara es la semana en la que la realidad no nos lo recuerda con un golpe a nuestra conciencia. Desgraciadamente esos golpes son tan continuos que ya no nos molestan en absoluto. El sujeto del juicio no es un grupo determinado, sino el ser humano en general: por poner sólo un ejemplo, día tras día cientos de personas inmigrantes pierden su vida intentando entrar en nuestro engañoso y cruel paraíso, algunos lo hacen en el camino, otros delante de nuestras narices.
No quiero entrar en ninguna discusión política. Desgraciadamente en ese tipo de debates quién siempre pierde es el ser humano. Tampoco me importan las razones económicas y/o sociológicas por las que no se permite entrar en una determinada tierra a unas determinadas personas: los expertos siempre acaban convenciendo a aquellos que se dejan, al defender un diferente nivel de vida para los seres humanos dependiendo de dónde han nacido, de su familia o de su raza.
Yo, personalmente, sigo sin entenderlo.
Sigo sin entender que la policía deje morir a otros seres humanos mientras están nadando en la orilla o llegan mortalmente exhaustos a la playa, porque todavía no “están” en terreno español, o italiano, o dónde sea la nacionalidad que quiera ponerse. Y creo, conociendo a alguno de esos policías, que ellos sienten exactamente lo mismo que yo, pero deben obedecer “órdenes” superiores en razón del divinizado bien común. Las preguntas que surgen pueden llegar a rompernos el alma: ¿Serían las mismas órdenes si la persona que estuviese agonizando en la playa fuera el presidente del gobierno, o el dueño de una conocida empresa, o un miembro del consejo administrativo de un gran banco? ¿seguirían todos impasibles viendo como se les iba la vida?
Defendemos que todas las personas son iguales ante la ley, pero no es así… El motivo de la discusión política hace muy pocas semanas fue si la policía había disparado a los subsaharianos o no, sin que casi nadie hubiera dicho de una manera muy sencilla, que la mayor crueldad era simplemente no haberles prestado ayuda. Sé que alguno podéis decirme: “Jaime, no estaban en nuestro terreno, si se les ayuda a ellos, miles harán lo mismo en los próximos días invadiendo las playas” Puede parecer un buen argumento, pero me hubiera gustado que ellos mismos pudieran responder a esas razones, pero no pueden hacerlo porque están muertos.
Porque nadie les ayudó, y
no creo que para ayudar a un ser humano haya que discernir si está en nuestro terreno o no, si es igual a nosotros o no, si es “importante” o no…
Me impresiona que
delante de situaciones similares algunos llegan a justificarse para no ayudar a quienes están heridos: “Es un subsahariano indocumentado no tenía que haber venido hasta aquí…”
Me gustaría saber qué ocurriría si cuando es herido alguno de los señoritos que derrochan fortunas yendo de cacería a África, al llegar al hospital le dijeran: “Es un europeo documentado, no tenía que haber venido hasta aquí”. Se dice en la lengua castellana que “las comparaciones son odiosas” quizás porque el odio no suele surgir del enfrentamiento, sino de la injusticia del trato desigual.
Y pocas cosas son más difíciles de vencer que el poder del sufrimiento inmerecido.
Todos tenemos un valor infinito porque nos hizo un Creador infinito. Ese valor no tiene nada que ver con lo que tenemos o lo que hacemos: la imagen de Dios está dentro de nosotros, tan adentro que nadie puede quitárnosla.
Uno de los mayores problemas en nuestro mundo es que muchos han decidido que Dios les estorba, así que han proclamado a los cuatro vientos que no existe. La primera consecuencia es que
si echamos al Creador de nuestra “casa”, desde ese mismo momento, el que toma su lugar para decidir es el que más poder tiene. ¡Que no se le ocurra pensar a nadie que todos tienen el mismo valor! Porque si traes dinero a casa eres más valioso, eso seguro.
Cuando “decidimos” que Dios no puede vivir en nuestro mundo, las personas pierden su dignidad y su honor como seres humanos, porque ya no tienen valor por sí mismos, sino por lo que otros deciden por medio de sus leyes y su comportamiento. Pero desgraciadamente, las personas también pierden su valor cuando los que nos llamamos cristianos vivimos como si el Creador no tuviera que ver con nuestro día a día y no honramos a los demás independientemente de lo que tengan, lo que hagan o dónde vivan.
No hay que olvidar que estamos discutiendo sobre situaciones que se dan ahora mismo en países llamados cristianos, dirigidos por personas teóricamente cristianas. ¡Por favor, no me juzgues cuando escribo eso! Porque la primera vez que alguien lea su Biblia encontrará (¡literalmente!) cientos de versículos que hablan sobre la dignidad de todas las personas, el trato excelente que debemos dar a los extranjeros, los pobres, los oprimidos, las viudas, los huérfanos, los que tienen poco… y cómo cualquiera que dice que sigue al Señor Jesús debe ayudar a los que sufren, ¡sin ni siquiera pararse a pensarlo!
Y no se trata de vivir así porque tenemos que ser buenos cristianos ¡Dios dice que si no amamos a los demás, no le conocemos a Él! No estamos intentando vivir de una manera diferente ¡Somos diferentes! Si no nos parecemos a nuestro Padre celestial quizás es porque estamos demasiado lejos de Él.
Si somos cristianos, seguimos a quien nos enseñó que el que quiera ser grande, tiene que ser siervo. El honor no nos lo dan las personas sino Dios, no es algo exterior sino interior. ¡No se adquiere con premios, dinero o poder, se tiene o no se tiene! El subsahariano que fallece en la arena de la playa de un paraíso soñado, pero completamente irreal, tiene más posibilidades de vivir en el paraíso eterno (absolutamente real) que aquel que quiere impresionar a Dios con sus hazañas, su religiosidad o su dinero.
Dios considera un héroe al sencillo Nabot, que simplemente defendió la dignidad de su familia, mientras el rey Acab fue condenado públicamente, y todo lo que pretendió conseguir, lo perdió definitivamente en el momento de su muerte. Si, porque puede parecer un pequeño absurdo terminar esta historia con un paréntesis, pero tiene que ser así: a veces se nos olvidan las lecciones más importantes en la vida, aquello que permanece para siempre, lo que nadie puede cambiar en la historia de la humanidad, ni ahora ni por toda la eternidad:
Dios sabe todo lo que ocurre, y Él tiene la última palabra en todo. (cf. 1 Reyes 22:38)
Dios conoce la historia de cada persona. Quizás muy pocos saben lo que haces, y nunca has salido en las primeras páginas de los medios de comunicación. Pero Dios sabe quién eres. Si hablamos de honor, la Biblia dice que el mundo no es digno de muchos a quienes ha despreciado (Cf. Hebreos 11:38), pero Dios los conoce, se “enorgullece” de ser llamado el Padre de ellos. Cada detalle de sus vidas es admirado por ángeles y seres celestiales. Cada momento de sus vidas despierta admiración en el Universo entero. Puede que nosotros no lo sepamos, pero Dios sí.
El rey Acab ocupó varias páginas en la historia temporal, el sencillo Nabot está inscrito en el libro del Dios eterno.
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