Pido al Señor, que llevó nuestras enfermedades y dolores, que se lleve las cicatrices de las heridas y la memoria del dolor de nuestra niña nigeriana y le muestre que para Él y para todos nosotros ella es una piedra preciosa.
Esa foto me atraviesa, me llega hasta el alma: un padre con los ojos saliéndose de la cara, envolviendo a su esposa y a su hija, las dos llorando de gozo. La chica es una de las estudiantes de Chibok, en Nigeria, raptadas por la banda demoníaca de Boko Haram, y ahora liberadas.
Recorro, con el corazón temblando, los ojos del padre, su mano que las aprieta a las dos sin querer soltarlas nunca, el lloro a gritos de su madre, que llega hasta el cielo, el llanto suave de la chica, que abraza con una mano el cuello de mamá; y al seguir leyendo la foto veo en su otra mano algo que me sacude: un Nuevo Testamento.
Y detrás de ese librito veo los calurosos domingos en la escuela dominical aprendiendo historias de del arca de Noé, del maná en el desierto, del rey David, de Jesús caminando junto al mar de Galilea; veo el día en que se sintió oveja perdida y percibió la mirada del Señor mirándola a ella, a ella solita; veo el día feliz en el que entregó su preciosa vida a Jesús, el día en el que todo se hizo nuevo y sintió que el mundo le pertenecía porque su Padre Dios lo había ganado para ella; y la veo consolar sus emociones de adolescente en los Salmos, al final de ese librito de los Gedeones. Ese librito, abierto cada mañana, fue cerrado un día de abril por unos descerebrados poseídos por el diablo, que la arrancaron del colegio para llevársela a la jungla de dolor y muerte.
Esa niña podía ser mi hija; esa niña ¡es ciertamente mi hija! hija de mis hermanos, mi hija. Lloro por ella, por su dolor injusto, por su adolescencia secuestrada, por sus estrellas robadas. Y me lleno de indignación que me revienta por los poros y hago mío el clamor de los hermanos del Apocalipsis: “¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre en los que moran en la tierra?”.
Veo en mi niña nigeriana repetirse la historia de Tamar y Betsabé, la misma de Jesús: la historia del incomprensible sufrimiento injusto. Y pido al Señor que la acompañe a abrir otra vez su Biblia y leerla con nuevos ojos, para quizás comprender esas historias con más lucidez que yo y que así le traigan cura para su corazoncito. Pido que el Señor le muestre en ese libro que aprieta en su mano que no importa lo que los bestias le hayan hecho, no importa lo que le hayan despreciado, humillado, violentado, no importa lo que ellos piensen de ella, porque ella es una princesa, hija del Rey de la tierra, que la ve y la ama como si fuese la única persona en el mundo.
Pido al Señor, que llevó nuestras enfermedades y dolores, que se lleve las cicatrices de las heridas y la memoria del dolor de nuestra niña nigeriana y le muestre que para Él y para todos nosotros ella es una piedra preciosa: “Pobrecita, fatigada con tempestad, sin consuelo; he aquí que yo cimentaré tus piedras sobre carbunclo, y sobre zafiros te fundaré. Tus ventanas pondré de piedras preciosas, tus puertas de piedras de carbunclo, y toda tu muralla de piedras preciosas.” (Is 54.11).
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