Todos recordamos los actos celebrados en la despedida de los restos del expresidente del gobierno Adolfo Suárez. Miles de personas soportaron durante horas, largas colas de kilómetros de longitud, sólo para pasar unos segundos delante del féretro como prueba de agradecimiento a un hombre de estado.
Todos sabemos de su trayectoria política y también como transcurrieron los últimos años de su vida, víctima de una enfermedad cruel.
De todos los detalles de estos días, hay uno que me llamó la atención: el momento en el que se depositó la más alta condecoración del Estado a los pies del féretro, como agradecimiento a todo lo que el ex presidente había hecho a favor de la democracia.
Están bien todos los reconocimientos, y además, pienso que son bien merecidos en este caso: Yo era un adolescente cuando Adolfo Suárez estaba, literalmente, cambiando el rumbo del Estado español, y creo que es uno de los pocos políticos dignos de admiración, independientemente de las ideas de cada uno. Pero me sorprendió que se le concediese el premio más alto (la real orden de Carlos III) junto con otros reconocimientos, justo ahora después de su fallecimiento ¡Cuando tuvieron prácticamente veinte años para hacerlo! Y de paso, también para proclamar todo lo bueno que se dijo de él durante las últimas semanas.
Tenemos un problema en los países de origen latino, y es la falta de gratitud hacia los que nos han ayudado. En los países del norte, las personas suelen ser más reconocidas (quizás por su trasfondo protestante), y gran parte de los “homenajes” se suceden mientras viven quienes pueden recibirlos. Mientras tanto, nosotros caemos en una extraña mezcla de envidia y arrogancia que termina destrozándonos el corazón porque nos impide asombrarnos y disfrutar con lo que otros hacen. Y dejamos de admirar.
Y dejamos de agradecer.
Digo arrogancia porque el problema es que llegamos a pensar que nosotros podríamos haber hecho mejor lo que otro ha llevado a cabo, y envidia porque es precisamente esa persona quién lo ha realizado y no nosotros. Ese carácter no solamente nos impide admirar a alguien (¡Nos encanta buscar los defectos de las personas, y rápidamente los ponemos a “circular” para que todos los conozcan!) sino que, ¡mucho más grave! No somos capaces de dar gracias aún en los detalles más sencillos.
Para hacer “descender” esta reflexión a nuestro día a día, recordaba una entrevista que vi hace unos diez años, pocos días después del 11-S, el cruel atentado contra las torres gemelas en Nueva York. El periodista hablaba con una mujer cuyo marido había muerto cuando estaba trabajando en una oficina del primer edificio que cayó. Lo que me impresionó es que ella afirmaba que su desesperación era inmensa porque no podía volver a ver a su marido, pero su dolor era aún mayor porque cada día soñaba con volver a esa mañana para decirle que le quería, que su vida era muy importante para ella. Sólo quería volver atrás el tiempo para recordarle a su marido que le amaba antes de que él falleciese.
Dios nos diseñó de tal manera que somos felices y hacemos felices a los demás cuando amamos, admiramos, nos asombramos y agradecemos. Puedes leer una y otra vez las cartas del Nuevo Testamento y ver que se dedican capítulos enteros de la Biblia (¡La palabra de Dios!) a agradecer lo que muchas personas han hecho, con sus nombres y apellidos.
Nosotros esperamos a que mueran para decirlo y para darnos cuenta de cuanto los echamos de menos.
Dios, que tiene toda la eternidad por delante para proclamarlo, lo hace mientras estamos vivos. Afortunadamente Él es mucho más agradecido de lo que nosotros seremos jamás.
Por eso quiero terminar estas ideas quizás medio desdibujadas, explicando lo que siento personalmente, pero también aquello que quiero hacer con las personas que tanto bien me han hecho, así que puedes leerlo en primera persona también…
Necesito que me abraces ahora,
No que te arrodilles delante de mi féretro.
La próxima vez que nos veamos,
Prefiero que sonrías o llores conmigo,
a que lo hagas cuando ya no esté aquí.
No proclames ciento y una cualidades que yo tenía
cuando ya no pueda escucharlas;
No es tan importante que las digas ahora,
pero al menos quiero escuchar tu voz.
No te preocupes por inclinar tu cabeza
delante de mi cuerpo…
¡Si me has hecho levantar la mía muchas veces
con tu ánimo y tu cariño!
No digas una y otra vez:
¡Qué pocos le comprendieron!
Haz un esfuerzo por ser uno de esos pocos.
Déjame pasar tiempo contigo cuando esté en tu cuidad,
¡Llámame cuando estés en la mía!
Porque no necesitaré que hagas cientos de kilómetros
para venir a mi entierro.
Envíame una pequeña nota, un mensaje,
¡No te preocupes por escribir una página entera
cuando haya fallecido!
Tus palabras de apoyo son un tesoro para mi,
aunque sean en secreto…
¡Mucho más valiosas que lo que puedas escribir
en una lápida para que todos lo vean!
No te olvides de orar por mi ahora,
¡Lo necesito más que todo lo que puedas decir en la iglesia,
Después de que Dios me haya llevado!
No dejes de recordarme tu cariño ahora,
antes de que la amargura te hiera porque no puedo escucharte.
Vamos a hablar y conversar,
Arreglar nuestras pequeñas diferencias ahora…
en lugar de pensar en lo necios que hemos sido
¡Cuando ya no haya remedio!
El tiempo de agradecer es ahora.
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