Los libros proféticos (XVII): Jeremías (VIII): el mensaje (V): profeta para las naciones (c. 46-52).
Para muchos, los profetas son simplemente personajes que, en su nacionalismo, no ven más allá de los estrechos límites de su país y de su cultura. Su mensaje puede tener interés, sí, pero no más allá de lo local. Esta opinión se repite con cierta frecuencia, pero no pasa de ser un grosero error.
El profeta de Dios siempre es un profeta para las naciones. Por supuesto, tiene un interés inmenso en arrojar luz sobre las vidas de sus compatriotas, pero, a la vez, lee con los ojos de Dios lo que sucede en todo el mundo y anuncia cómo Dios es soberano no sólo sobre un reducido pedazo de terreno sino sobre todo el cosmos.
Dios se manifestará como rey en Israel, pero lo hará igualmente sobre las grandes potencias de la época.
Es justo con lo que nos encontramos en los últimos capítulos de Jeremías tras haber asistido a su narración sobre el reino de Judá, narración, dicho sea de paso, indisoluble de los movimientos de potencias como Babilonia y Egipto.
Jeremías no dejó de advertir a los filisteos del juicio que iba a recaer sobre ellos (c. 47). De la misma manera, apuntó a la aniquilación de Moab, un pueblo que había puesto toda su confianza en sus bienes y sus tesoros (48: 7). Esa circunstancia y la soberbia de su población estarían en la clave de su ruina (48: 26). Pero eso sería el juicio que recaería también sobre Amón, Edom, Damasco, Cedar y Hazor, Elam (c. 49) e incluso sobre la gran potencia babilónica que había triturado el reino de Judá (c. 50-51).
Las pequeñas naciones desaparecerían en el remolino sangriento de la Historia, pero semejante eventualidad no se debería simplemente a una aplicación internacional del principio que afirma que el pez grande se come al chico.
En realidad, tras esos análisis se oculta la clave real y es que Dios es soberano y juzga a las naciones. Esa es la razón de que también las grandes potencias desaparezcan.
La poderosísima Babilonia que había tomado Jerusalén saqueando el templo no escaparía a esa regla general. En realidad, no puede suceder otra cosa con cualquier potencia que se entontezca practicando el culto a las imágenes (50: 38).
Un pueblo entregado a rendir culto a una imagen acabará cayendo tarde o temprano por muy poderoso que pueda ser y Babilonia no sería una excepción. No sólo eso. Una nación así jamás volvería a los tiempos de hegemonía (c. 51). Y esa situación no variará incluso aunque en un momento determinado pueda tratar con humanidad a los cautivos, incluidos los que pertenecen al pueblo de Dios (52: 31-4).
Dios sostiene unos principios de justicia universal que no son los de los hombres. Aborrece el asentar toda la vida en el disfrute o la ganancia materiales; aborrece el derramamiento de sangre inocente; aborrece la opresión; aborrece el culto a las imágenes porque entontece a los que lo practican.
Es posible –como hemos tenido ocasión de ver– que esas potencias puedan ser en algún momento la “navaja alquilada” que Dios utiliza para juzgar y castigar, pero aún así, no escaparán de su juicio justo.
Y es que Dios no está sólo preocupado por Oriente Medio u Occidente o uno u otro hemisferio. Dios desea que la justicia corra como las aguas en todas partes y, siendo el Señor de la Historia, actuará en consecuencia.
Por supuesto, así lo anunciarán los profetas. Profetas, por cierto, que lo mismo siguen en el seno de su pueblo que se ven obligados a pronunciar sus oráculos desde el exilio. Pero de eso hablaremos en la siguiente entrega.
Continuará
Lectura recomendada: capítulos 50 y 52.
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