Los libros proféticos (XVI): Jeremias (VII): el cumplimiento del mensaje de las profecías (c. 33-45).
Al final, la marca que distingue al profeta verdadero del falso es si se cumple aquello que anunció por inverosímil que pudiera parecer cuando lo hizo (Deuteronomio 18: 22).
Jeremías, ciertamente, era un profeta de Dios y, de manera contundente, todo aquello que, a lo largo de décadas, señaló que sucedería, efectivamente aconteció.
Sin embargo, esas grandezas a largo plazo no evitaban que contemplara el presente.
Jeremías tuvo que advertir al rey Sedequías de que Jerusalén sería totalmente arrasada por el rey de Babilonia (34: 7 ss) e incluso tendría que avergonzar a otros judíos indicando como los recabitas, a fin de cuentas una tribu que no pertenecía a Israel, presentaban una integridad que era impensable en el seno del reino de Judá (35).
No por ello tuvo éxito alguno. El rey quemaría el libro donde se recogían las palabras de Jeremías (c. 36) y Jeremías y su asistente Baruc hubieran seguramente muerto de no haberlos escondido Dios (36: 26).
A medida que el final de Jerusalén se acercaba, que la aniquilación del reino de Judá se convertía en irreversible y que todos podían ver que Jeremías sólo había anunciado la verdad contra viento y marea, su suerte se fue convirtiendo en una existencia cada vez más peligrosa.
Sedequías escuchó todavía a un Jeremías que parecía ver en el futuro lo que nadie había visto, pero eso no evitó que el profeta fuera arrojado en la prisión (c. 37) ni tampoco que se le lanzara a una cisterna de la que se esperaba que no saliera vivo (c. 38).
Sin embargo, no el tren de la Historia sino los planes de Dios se impusieron. Jerusalén cayó ante el brutal empuje de las fuerzas de Nabucodonosor II, rey de Babilonia (c. 39) y Guedalías no logró establecer un sucedáneo del reino a causa de la perversión que invadía totalmente a Judá (c. 40-41).
No deja de ser trágico que entonces, cuando ya era tarde, cuando ya nada tenía remedio, cuando no se podía evitar el desastre, los supervivientes escasos de aquella época aciaga se acercaran a Jeremías reconociendo que era un profeta y manifestando su intención de hacer ahora aquello a lo que los había llamado durante años: obedecer a la voz de Dios (42: 1-6).
Sin embargo, a pesar de todo, se trataba sólo de palabras. Cuando Jeremías les comunicó que debían permanecer en aquella tierra y esperar con confianza la bendición de Dios (42: 7 ss), su respuesta fue desobedecer y buscar la seguridad no en El sino en Egipto (42: 8 ss). De nada sirvieron, las nuevas advertencias del profeta (44: 7).
¿Demasiada sordera la de aquella gente? Sin duda, pero no fueron los únicos. Jeremías tendría que transmitir a su asistente, al que había estado a su lado en las peores tribulaciones, al que le había sido de enorme ayuda que no debía esperar la gloria, la fama ni la fortuna por su labor. A decir verdad, debía contentarse con lo que Dios le daba: salvar la vida en medio de aquella inmensa tragedia (c. 45).
Y es que no puede decirse que el profeta vaya a tener una existencia fácil. Verá lo que sucede y sucederá, pero eso no garantiza en absoluto que será escuchado.
Mostrará el camino a sus coetáneos, pero eso no garantiza en absoluto que será escuchado. Les advertirá de las consecuencias directas de su comportamiento en ámbitos como el espiritual, el religioso, el político, el económico y el social, pero eso no garantiza en absoluto que será escuchado.
Llorará porque sabe en que concluirá todo, pero eso no garantiza en absoluto que será escuchado.
Llamará una y otra vez a las gentes a la conversión como única manera de evitar el desastre, pero no garantiza en absoluto que será escuchado. Incluso contará con gente cercana que no sacará las conclusiones adecuadas porque pensará más en sus intereses personales.
Sin embargo, al fin y a la postre, el profeta será fiel y, sobre todo, será reivindicado por el Dios de la Historia, Aquel que no hace nada sin comunicárselo antes a Sus siervos los profetas (Amós 3: 7).
Continuará
Lectura recomendada: capítulos 34, 35, 36, 44, 45.
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