Libros proféticos (XV): Jeremías (VI): los ataques y el cansancio del profeta (c.12-32).
El ministerio profético siempre ha resultado dolorosamente molesto para el stablishment religioso.
Es lógico que así sea. Mientras el sistema religioso suele insistir en que todo va bien simplemente porque el poder político se acuesta con él, los profetas tienen la costumbre de señalar las piezas que no encajan, apuntar al sufrimiento de aquellos que no tienen voz y resaltar la responsabilidad moral que va del rey al más miserable de sus súbditos.
La reacción frente a esos incómodos profetas suele ser doble. O bien se lo sustituye por falsos profetas que repiten lo que interesa al stablishment o bien se persigue encarnizadamente al profeta.
Ambas situaciones no son ni mucho menos incompatibles sino que suelen ser complementarias.
No sorprende que en ese contexto, el profeta se sienta muchas veces abrumado por su labor frecuentemente ingrata. Pero una cosa es que el profeta se lamente y otra bien diferente que Dios se pliegue a sus deseos.
Cuando Jeremías se queja –con razón– del pésimo panorama (12: 1-4), Dios le responde que lo peor está por venir y que si ya se cansa, lo que viene no va a ser más calmado (12: 5). A fin de cuentas, incluso muchos que son cercanos se alzarán contra él y, por lo tanto, no hay que creerlos ni siquiera cuando hablan bien de él (12: 6).
No es una exageración. Las señales que, vez tras vez, recibe Jeremías –el cinturón podrido, las tinajas llenas… (13: 1-14), la sequía (14: 1 ss), el alfarero y el barro (18: 1 ss), la vasija rota (19: 1 ss)– apuntan a la realidad inquietante de que Judá será llevado al cautiverio a causa de sus culpas (13: 15-27; 15: 1-14; 16: 1-21).
Dios es justo y, finalmente, pedirá cuentas con justicia. No hará entonces diferencia entre un pueblo y otro.
La tentación de desfallecer, de pactar, de callar es enorme para el profeta, pero, en esas ocasiones, Dios lo alienta y le dice que lo protegerá incluso en las peores situaciones. Sólo debe mantenerse firme y no amoldarse a lo que desea la sociedad a la que advierte (15: 19-21).
Porque –seamos realistas- Jeremías no podía esperar una reacción grata a sus palabras.
Lo mismo profetizaba contra el clero (20: 1-6) que contra los reyes (22: 1- 12) o los falsos profetas al servicio del sistema (23: 9 ss).
En ocasiones, Jeremías sentía que Dios lo había “liado” (20: 7) y la palabra empleada es muy fuerte en hebreo. Sirve, por ejemplo, para expresar la conducta del barbián que enreda a una muchacha de tal manera que nueve meses después nace una criatura.
Así se sentía Jeremías en ocasiones, como alguien que llevaba sobre los hombros una carga demasiado grande.
Sin embargo, Jeremías no era ni un amargado ni un descreído. Tras abrir su corazón sangrante que se veía desbordado por lo que sucedía a su alrededor sólo podía proclamar su fe en la justicia de Dios (20: 11).
A fin de cuentas, el corazón del hombre es engañoso (17: 9) –un pasaje que inspiró no poco a los Padres fundadores de Estados Unidos– y sólo un resto de entre aquellos que se consideran pueblo de Dios y que son, en realidad, víctimas de los clérigos es realmente parte de él (23: 1 ss).
De ahí que la nación esté, en su mayoría, podrida hasta la médula (c. 24) y que haya que esperar setenta años -¡setenta años!– para ver una restauración nacional (c. 25). Es comprensible que Jeremías se sintiera abrumado.
No puede tampoco causar sorpresa que, en medio de esos anuncios, Jeremías fuera objeto de amenazas de muerte, que los clérigos de la religión oficial lo acusaran o que arrojaran sobre él la injuria de que era contrario a la nación (c. 26).
Posiblemente, el profeta no puede esperar otra cosa aunque ame profundamente a su pueblo y se duela más que muchos por sus males. También sabe que si derraman su sangre, será una sangre inocente la que recaerá sobre aquellos que hayan perpetrado el crimen (26: 15).
A fin de cuentas, los falsos profetas seguirán pintando colores halagüeños a la vez que carentes de veracidad (c. 28) mientras que el verdadero apuntará a una restauración que sólo será posible si se busca de todo corazón a Dios (29: 12-13) porque el no escuchar los avisos de los profetas tiene siempre como consecuencia el desastre (29: 18-19).
Judá estaba sumido en una profunda crisis que tiene no pocos paralelos en otros episodios históricos. Al final, su esperanza estaría en un Nuevo Pacto (31: 27 ss) totalmente distinto al que se había inaugurado en la época de Moisés.
Sería ese Nuevo Pacto –y no otra circunstancia– lo que garantizaría el futuro espiritual de Israel.
Jeremías así lo creía y, como muestra de su convicción, compró una propiedad para que quedara claro que, a pesar del desastre que se avecinaba, confiaba en que Dios tenía un futuro para Su pueblo (c. 32).
Pocas veces, se nos dará captar con más profundidad la vivencia honda de un profeta, un personaje que no es perfecto, pero que confía en Dios con todo su corazón.
Puede sufrir bajo las presiones, puede padecer el rechazo agresivo del clero oficial, puede sentirse horrorizado ante los falsos profetas que arrastran al pueblo e incluso puede comprobar día a día que el ser humano como tal cuenta con un corazón que tiende a auto-engañarse.
Incluso en ocasiones hasta puede que se le pase por la cabeza que Dios lo ha enredado para cumplir con la tarea de profeta. Pero, incluso en medio de las amenazas de muerte y de la persecución, en medio del sufrimiento y de las presiones, en medio del rechazo de los suyos y de la incomprensión, el profeta conoce que Dios es soberano y que nada escapa de Su Providencia; que incluso aquellos momentos de dificultad son una manera de que aprenda cada día a conocer a Dios y a mirar a sus coetáneos y que Dios nunca dejará de acoger a los que lo busquen de todo corazón.
Es más. Prepara un Nuevo Pacto que inaugurará una nueva era para el género humano porque un remanente será fiel. Pocos mensajes pueden ser más prácticos y realistas.
Continuará.
Lectura recomendada: Capítulo 12, 13, 15, 17, 18, 20, 26, 29, 31, 32.
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