Los libros proféticos (XIII): Jeremías (IV): capítulo 1, Dios llama a Jeremías como profeta.
En las entregas anteriores, nos hemos detenido en el complicado contexto donde desarrolló su ministerio profético Jeremías.
En no escasa medida, fue una época que se extendió a lo largo de varias décadas en la que pareció que Judá podría salir de problemas que arrastraba desde hace siglos, pero que concluyó con una catástrofe nacional verdaderamente sin precedentes.
El libro de Jeremías es una recopilación de los anuncios del profeta y, precisamente por ello, presenta un orden que no es cronológico siempre, pero que permite seguir su mensaje.
A diferencia de Isaías que sitúa el relato de su vocación ya en el capítulo 6, Jeremías narra en el primero su llamamiento. No se debió a su deseo, ni a su integración en una “escuela de profetas” ni tampoco a haber seguido un curso para ser profeta –es decir, no se parece en absoluto a lo que muchos pretenden que es el curso normal de un ministerio profético– sino a la elección de Dios.
Jeremías pudo ignorarlo durante años, pero Dios lo había escogido antes de su nacimiento (1: 4-5). Para aquellos empeñados en negar la doctrina bíblica de la elección, estas palabras son molestas, pero, sin desviarnos del asunto, resulta obvio para cualquiera que lea, por ejemplo, Romanos 8, el que Dios elige y no elige por nuestros méritos –méritos que no podemos tener antes de nacer– sino por su gracia.
Esa elección choca, en apariencia, con la realidad, y, desde luego, Jeremías se quedó sorprendido y alegó, en su caso, que era un niño y que no sabía ni hablar (1: 6). No son circunstancias fáciles, pero tampoco constituyen un obstáculo para Dios. Jeremías iba a ser un profeta y un profeta que iría a donde El dispusiera (1: 7), que no tendría temor de poderes mucho más fuertes que él porque Dios lo protegería (1: 8) y que, en virtud de su ministerio, estaría dotado de un poder muy superior procedente de Dios ya que sus palabras, por terribles que fueran, se cumplirían (1: 10).
Ese punto de partida –absolutamente esencial– se centraría en un mensaje muy claro desde el principio: la predicación del arrepentimiento y la advertencia del desastre.
La sentencia de Dios estaba ya preparada y su ejecutor sería un pueblo invasor (1: 11-16), pero la causa de esa desgracia no obedecería simplemente a circunstancias geo-políticas o a la estupidez de los gobernantes empeñados en no ver lo que se avecinaba. La razón se hallaba en la propia maldad del pueblo (1: 16).
Precisamente porque ésa era la realidad, el profeta debía alzar la cabeza y anunciar con valor su mensaje. Encontraría la oposición de gobernantes y clérigos, de personajes relevantes e incluso del pueblo llano. Lo combatirían, pero no podrían con él porque Dios lo protegería (1: 17-19).
Como tendremos ocasión de ver, en este primer capítulo aparece recogido todo lo que es el libro de Jeremías.
El resto hasta el final constituye un mero desarrollo –no pocas veces doloroso, muchas veces sobrecogedor, siempre impresionante– de lo que fue el ministerio profético de Jeremías.
Lectura recomendada: lea el capítulo 1.
Continuará
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