Los escritos bíblicos no callan los defectos de sus autores ni se pintan a sí mismos intachables, cuando hubieran podido hacerlo. Otro tanto ocurre en el Quijote.
Son pocos los libros que revisten en sus páginas la sinceridad pura que se advierte en la Biblia y en el Quijote.
La sinceridad de la Biblia es un argumento valioso en favor de su inspiración. Los autores humanos que intervienen por disposición divina en la redacción de las sagradas páginas jamás ocultaron sus caídas ni sus debilidades, bien que hubieran podido hacerlo. Por mi parte, no conozco ninguna autobiografía donde su autor revele al mundo sus propios pecados. Cuando en esta clase de libros el autor señala alguna falta contra sí mismo, en general lo hace con la pensada intención de sacarle partido; de otra forma, a buen seguro que la ocultaría.
No así los autores bíblicos. Moisés, en el Pentateuco, habla de la grandeza de fe en Abraham, pero cita también sus errores y claudicaciones. A Jacob le cupo el inigualable privilegio de luchar con un mensajero divino, pero sus engaños y malas artes se consignan asimismo en el inspirado relato. El mismo Moisés, haciendo de historiador fiel y sincero, no oculta sus momentos débiles y las sombras de duda que en ocasiones nublaron su firme convicción religiosa. Estas mismas dudas y desalientos se dieron en gigantes de la fe como Samuel, Job, Isaías, Jeremías, David, Salomón y otros muchos. Y todo ello está escrupulosamente anotado en los divinos escritos. Otro tanto ocurre en el Nuevo Testamento, donde los apóstoles y evangelistas no silencian en absoluto sus caídas, sus pequeñeces, sus debilidades humanas, sus ambiciones, sus egoísmos y hasta sus miserias.
Los escritos bíblicos no callan los defectos de sus autores ni se pintan a sí mismos intachables, cuando hubieran podido hacerlo. Se describen tal y como fueron, sin retoques, sin atenuantes de ninguna clase, con franca y abierta sinceridad. Esto hizo decir a Carlyle que la Biblia “es la expresión más fiel que jamás haya vertido en letras del alfabeto el alma del hombre”.
Otro tanto ocurre con el Quijote. La teoría sobre la hipocresía de Cervantes no ha sido probada. Para determinar este espinoso problema haría falta estudiar dónde empieza y dónde termina la hipocresía; se precisaría un análisis concienzudo que nos mostrara hasta qué grado somos hipócritas cuando en nuestros escritos nos abstenemos de revelar totalmente nuestro pensamiento sobre las ideas y las cosas o cuando damos esos pensamientos un tanto confusos, ya por conveniencias que nos callamos, ya con la deliberada intención de confundir. Cuando puntualizamos sobre un tema con cierta reserva, porque conocemos bien las malas intenciones del prójimo, no se nos puede decir que estemos fingiendo. En modo alguno. Se trata de simple precaución, que se haría innecesaria si los demás gozaran de la salud mental que creemos poseer.
Hipocresía, es decir, “fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que se tienen o experimentan”, nunca se dio en Cervantes. ¿A qué fingir cualidades cuando demostró tan cumplidamente que las poseía? ¿Para qué darnos una imagen equivocada de sus sentimientos, si nos convenció de la limpieza y bondad de los mismos en el curso de toda su vida y muy especialmente durante su cautiverio en Argelia, rodeado de odios, maquinaciones viles, traiciones y sufrimientos sin medida? Tuvo Cervantes los defectos propios de todo ser humano y es locura endiosarle y ensalzarle hasta lo ideal. Pero hipócrita no fue nunca. Su actuación en la vida fue siempre sincera y esta sinceridad llena las páginas de su obra genial.
Como ocurre en la Biblia con sus héroes principales, en el Quijote no se ocultan los palos que sufrió el caballero, ni el manteamiento de Sancho, ni las humillaciones de hidalgo y escudero. Todo se registra con escrupulosa puntualidad. Y aunque ello es necesario para la trama general de la obra y para el fin que con ella se persigue, es una señal de la sinceridad con que Cervantes creó y revistió a sus personajes. El caballero manchego es sincero en todas sus actuaciones: sincero en los momento de cordura y sincero cuando disparata. Y cuando el eclesiástico se atreve a poner en duda la realidad de su ministerio caballeresco, llamando a Don Quijote “don Tonto”, éste se pone “con semblante airado y alborotado rostro”, impidiendo el “justo enojo” del caballero “el lugar y la presencia” ante quien se halla. Que si no fuera eso, él daría buena cuenta de quien así dudaba de su sinceridad y de la irrenunciable conciencia de su misión.
De la verdad, sinceridad y el alto concepto que de su ideal tenía Don Quijote -espejo y reflejo de su creador-, habló el gran escritor ruso Ivan Tourgueneff en una conferencia que pronunció sobre Hamlet y Don Quijote el 10 de enero de 1860: “Don Quijote -dice Tourgueneff- está por entero penetrado de la lealtad de su ideal y para servir a ese ideal está dispuesto a sufrir todas las posibles privaciones, a sacrificar la vida. Él estima su propia vida sólo en la medida que ella puede servir como medio para la realización de su ideal, que consiste en implantar la verdad y la justicia sobre la tierra.”
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