Los libros proféticos (XVIII): Como en todos los anuncios de juicio, Sofonías ofrece también la salida: buscar al Señor.
Como señalamos hace unas semanas, el reinado de Josías –un intento de regreso a las Escrituras por encima de la religiosidad popular y de la idolatría– significó un impulso de reforma en el seno del reino de Judá. Josías había subido al trono cuando Asiria comenzaba a desmoronarse, pero Babilonia aún no la había sustituido.
Por su parte, Egipto intentaba recuperarse de la ocupación asiria.
En ese contexto, Judá gozó de cierta independencia internacional. Incluso cuando Nínive –según había profetizado Nahum– cayó ante Babilonia, Josías aprovechó para recuperar algunas zonas del norte del reino de Israel.
El faraón Necao temía el engrandecimiento de Babilonia y no deseaba el desplome –que se acabó produciendo– de Asiria. Por ello decidió optar por marchar con un ejército hacia Mesopotamia con la intención de ayudar a Asiria.
El avance se encontró en el valle de Jezreel donde Josías, aliado de la nueva Babilonia, intentó bloquearlo. El choque, conocido como batalla de Megido, tuvo, entre otras consecuencias, la muerte de Josías. Necao avanzó hacia Mesopotamia, pero no logró salvar a Asiria. En su regreso a Egipto, volvió a pasar por Judá donde incluso se permitió reemplazar al usurpador rey Joacaz, por Joaquim, el heredero de Josías.
La muerte de Josías tuvo un impacto directo sobre la reforma. Como tantos impulsos religiosos llevados a cabo desde el poder, la desaparición de ese empuje implicó que la población regresara a sus inclinaciones reales y que sólo algunos convencidos se mantuvieran en la posición previa.
Basta para comprender esto fenómenos recientes como la catolización desde el poder llevada a cabo por el régimen de Franco. En apariencia, durante décadas, el pueblo español fue entusiásticamente católico. Sin embargo, la muerte del dictador provocó un proceso creciente de descatolización que sólo pueden apreciar en su realidad los que han superado ampliamente el medio siglo de existencia.
A pesar de sus numerosos privilegios y de las ingentes sumas monetarias que recibe del estado, la iglesia católica no ha dejado de retroceder en las décadas siguientes e incluso muchos de los que pertenecen al minoritario porcentaje de bautizados practicantes distan mucho de seguir las enseñanzas oficiales de esa religión.
Algo muy similar sucedió en Judá. Muerto Josías, el rey reformador, los habitantes del reino de Judá siguieron sus inclinaciones y se entregaron al culto a las imágenes y a otros seres que no eran el único Dios centrando su religiosidad en ceremonias públicas.
Que así iba a suceder lo anunció cuando todavía vivía Josías un profeta llamado Sofonías.
El inicio de su mensaje es de una notable dureza. Dios iba a juzgar a todos aquellos que al culto de Dios sumaban otros cultos (1: 5), a los que se apartaban de El y a los que no lo buscaban ni lo consultaban (1: 6).
Dios iba a convocar a los responsables de la situación (1: 8) y a pedirles cuentas. Aquellos que habían puesto su vida en el dinero (1: 11), que se habían entregado al alcohol, que estaban convencidos de que Dios no tiene papel alguno en la existencia humana (1: 12) verían acabadas sus fortunas porque Dios traía Su juicio (1: 13-8). En este pasaje, curiosamente, Sofonías utiliza el término “la tierra” (Ha-Arets) que debe tenerse en cuenta cuando se leen los libros proféticos en la Biblia. La tierra, generalmente, es un término NO para referirse al planeta tierra sino a la tierra de Israel. Tener en cuenta este aspecto permite leer acertadamente libros especialmente complicados como Apocalipsis, pero no nos desviemos.
Como en todos los anuncios de juicio, Sofonías ofrece también la salida: buscar al Señor (2: 3). Sólo aquellos que, humildemente, lo busquen disfrutarán de un refugio cuando llegue el Día del Señor (2: 3).
Pero ese juicio que acaba cayendo sobre aquellos que pretenden seguir a Dios –subrayo lo de pretenden porque una cosa es la pretensión y otra muy diferente la realidad– también caerá sobre las naciones.
Es lógico que así sea porque Dios es soberano del universo y pedirá cuentas a todos. Desde las ciudades filisteas (2: 4-5) a los cananeos (2: 5-7) pasando por Moab (2: 8) todos recibirán juicio. No sólo sucederá así con las pequeñas naciones sino también con las grandes potencias como Egipto (2: 12) o Asiria (2: 13-14). Al final, su pecado reside en su arrogancia y en la soberbia de pensar que su importancia era mayor que la de cualquiera (2: 15).
Ese ajuste de cuentas de Dios resultará especialmente severo con Jerusalén. Tuvo su oportunidad e incluso pareció que se iba a reformar, pero la realidad es que ni obedeció ni aprendió y demostró que no confiaba en Dios (3: 1-2). Semejante comportamiento resultaba lógico porque sus gobernantes eran fieras que amedrentaban a la gente; sus jueces eran lobos (3: 3), sus profetas no cumplían con su oficio de advertir sino que se limitaban a entregarse a la presunción y los sacerdotes despreciaban su misión y no cumplían con la Torah (3: 4). Sobre una sociedad de tipo, sólo cabe esperar el juicio de Dios.
Sin embargo, Dios no se complace en el juicio aunque este pueda resultar obligado. Desea la conversión y ésta siempre se produce aunque nunca es algo masivo sino que se reduce a “un remanente” (3: 12).
Esta teología del resto o el remanente la hemos visto en Isaías y se repetirá vez tras vez hasta llegar a la predicación de Jesús y de sus primeros discípulos.
Por supuesto, a lo largo de la Historia, el poder religioso enmaridado con el político ansía crear la sensación de que todo un pueblo, toda una nación, toda una civilización está sometidos a Dios. No es verdad.
Por muy oficial que sea una religión, en medio de la sociedad entera, sólo un pequeño resto es fiel y se confía a Dios por completo. Es ese resto el que llega a vivir la incomparable realidad de sentir a Dios como Rey que espanta cualquier temor. Es ese resto el que sabe que Dios está en medio y que no sólo manifiesta Su poder sino que además derrama Su alegría y que incluso cuando calla, no lo hace por indiferencia sino por amor, un amor que sobrepasa todo entendimiento (3: 18). Es ese Dios el que reivindicará a los suyos.
Cuesta no percibir en estos últimos versículos una crítica de Sofonías a Josías. Rey a fin de cuentas, Josías había pensado que su reforma se podría imponer desde arriba, que se extendería a la totalidad del pueblo. No había sido así. Incluso Josías se había permitido jugar a la política internacional y había perecido en el intento.
No. Ese no es el camino de Dios aunque pueda satisfacer a un clero encantado de recibir prebendas y a un pueblo más amante de las ceremonias, de la religiosidad popular y de la superficialidad que de la conversión. El camino de Dios es el de un pueblo pequeño, humilde, confiado sólo en El y no en el poder, un pueblo que, a fin de cuentas, es sólo un resto.
Continuará
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