En muchas ocasiones, lo que pensamos determina lo que ocurre en la vida.
La canadiense Silken Laumann consiguió la medalla de bronce en la especialidad de Remo en los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992. Al poco tiempo de comenzar los Juegos, Silken se lesionó y se rompió uno de los músculos de su pierna izquierda. Lejos de quedar excluida de las pruebas, se colocó una fuerte venda y logró la medalla a pesar del dolor que estaba sufriendo. «El deporte es un cincuenta por ciento mental», explicó más tarde cuando le preguntaron por su éxito. Podía haber abandonado, tenía la excusa perfecta, pero no quiso hacerlo, su mente se sobrepuso al dolor.
Nuestra vida tiene mucho que ver con las decisiones que tomamos. La consecución de nuestros sueños depende en gran medida de nuestra determinación. Lo que tenemos dentro de nosotros es lo más importante. Es cierto que la calidad y técnica son cruciales, no solo en los deportes, sino en la propia vida, pero las dudas, la capacidad de sobreponerse a un mal momento, los nervios, el pensar que somos inferiores o superiores, incluso el cansancio, suelen ser los que deciden el resultado.
Una de las metas más importantes en la vida cristiana es que nuestra mente esté guiada por el Espíritu de Dios. Lo que pensamos tiene mucho más valor de lo que creemos: «La mente puesta en la carne es muerte, pero la mente puesta en el Espíritu es vida y paz» (Romanos 8:6). Algunos han dicho que somos hijos de lo que pensamos. Aunque no es cierto al cien por cien, sí tenemos que preocuparnos de lo que hay en nuestra mente. En muchas ocasiones, lo que pensamos determina lo que ocurre en la vida.
Si nuestros pensamientos son negativos, nuestra existencia será oscura. Si tenemos miedo, nos volvemos cobardes. Si en nuestra mente hay pensamientos de amargura, nos volvemos ariscos e insensibles. Cuando pensamos y hablamos mal de otras personas, huimos de ellos al encontrarlos. Si pensamos que algo no tiene solución, dejamos de trabajar. Si nos sentimos derrotados, abandonamos la lucha.
Si no creemos lo que Dios dice, nos volvemos desconfiados.
Necesitamos la mente de Cristo. Debemos orar para que el Espíritu de Dios controle nuestros pensamientos. Por nuestra propia naturaleza, siempre tendemos a pensar mal. Nuestra carne nos lleva a la muerte. El Espíritu de Dios nos da vida. Nos enseña a verlo todo tal como Dios lo ve. Nuestros pensamientos nos perturban en muchas ocasiones, pero el Espíritu de Dios nos llena de paz.
Cuando le buscamos a él, comenzamos a verlo todo diferente. Nada cambia en el exterior, pero sí dentro de nosotros. Aprendemos a luchar y no nos desanimamos. Seguimos adelante a pesar de las derrotas. Somos capaces de levantarnos una y otra vez. Sabemos que Dios nos perdona y aprendemos a perdonar a los demás. No nos preocupa lo que está saliendo mal, porque creemos que Dios puede cambiar cualquier situación. No permitimos que nadie nos desaliente, no nos preocupa lo que digan de nosotros. ¡Nuestra mente está en el Espíritu de Dios! ¡Hemos aprendido a ver lo espiritual, lo que realmente merece la pena!
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