El derecho que todo menor tiene para ser criado y formado bajo la cobertura de un matrimonio heterosexual es inalienable.
Tristemente es la palabra que está a la orden del día en España, a causa de la cantidad tan enorme de casos, relacionados con el dinero, que se están produciendo. Es el término corrupción. Procede de la palabra latina corrŭmpō, que a su vez es la combinación de cum (con) y rŭmpō (romper, destruir), de manera que corrupción y destrucción son sinónimos. La corrupción puede aplicarse tanto a lo material como a lo intangible. Lo físico se puede corromper, como sucede con los alimentos o con el cuerpo muerto. Pero también lo intangible es susceptible de corromperse, como las costumbres o el carácter, con lo cual se entra de lleno en la esfera moral de lo bueno y lo malo, en la que la corrupción destruye lo primero para ventaja de lo segundo.
Una de las muchas caras que tiene la corrupción tiene que ver con los menores, existiendo de hecho en el código penal español una expresión jurídica denominada ‘corrupción de menores.’ Los actos que se contemplan para que pueda darse ese caso son la inducción a la prostitución, el abuso sexual o la utilización de menores con fines pornográficos, independientemente de que los menores den su consentimiento. Al ser personas vulnerables y fácilmente manipulables, es lógico que el delito no sólo tenga repercusiones penales sino también sociales, existiendo una fuerte condena en la opinión pública contra la pederastia y los pederastas.
Sin embargo, estamos asistiendo a una corrupción de menores que cuenta con el respaldo de las instancias oficiales, del poder ejecutivo, del legislativo y del judicial, además de las instancias mediáticas y populares, que dan por bueno lo que es un atentado destructivo contra el desarrollo equilibrado y sano que todo menor tiene derecho a tener. Me refiero a la legitimidad que se ha dado para que personas del mismo sexo puedan adoptar menores para criarlos como hijos propios. Para poder hacer eso era imprescindible que previamente se corrompiera la noción de matrimonio, que consiste en la unión entre hombre y mujer exclusivamente.
Pero el derecho que todo menor tiene para ser criado y formado bajo la cobertura de un matrimonio heterosexual es inalienable y los adultos no tienen capacidad alguna para negárselo. Ningún parlamento posee esa facultad y ningún tribunal la tiene y si se la toman están invadiendo competencias que no son suyas. Se trata de algo que pertenece a lo inherente de la persona y quienquiera que atente contra ello se convierte automáticamente en agente de corrupción. Es en vano presentar casos de niños testificando de lo felices que son con sus “padres” del mismo sexo, de la misma manera que sería inválido presentar casos de menores atestiguando lo bien que se lo pasan cuando se les hacen sesiones de fotos pornográficas. Por definición, el menor es manipulable, razón por la cual debe ser protegido de todo intento de deformar su personalidad para fines perversos.
Los adultos pueden hacer con sus vidas lo que quieran, pero no pueden llevar esos deseos al extremo de imponerlos a los que están en su fase formativa. Eso quiere decir que tampoco pueden llevar tales deseos al extremo de corromper las grandes nociones que sustentan a las sociedades sanas, como son las de matrimonio y familia, para sustentar sus prácticas. Y eso es precisamente lo que ha ocurrido.
Se argumentará que una parte de la población así lo quiere; que si bien cuando todo esto comenzó hace unos años había un rechazo más explícito, el paso del tiempo ha ido ejerciendo un efecto mitigador sobre ese rechazo, fruto, sin duda, de las estrategias empleadas para difundir esa filosofía de vida y de denigrar a cualquiera que se oponga a ella. Pero ni siquiera los números dan carta de legitimidad a la negación de los derechos inalienables que los menores tienen, que no pueden estar sometidos a los vaivenes de las mayorías. De la misma manera que nadie otorga a nadie un derecho inalienable, nadie puede robárselo a nadie. Tampoco una mayoría. Un derecho inalienable es propiedad intrínseca de la persona, no una concesión que le hace el Estado o el gobierno. Esa es la letal tergiversación que hacen las dictaduras de tales derechos. Por eso el lobby que promueve la adopción de niños por parte de parejas del mismo sexo se mueve bajo directrices dictatoriales, porque le arrebata a esos niños un derecho intrínseco. Derecho que además de inalienable es imprescriptible, pues no depende de tiempos o épocas.
El argumento, por parte de los integrantes de ese lobby, de que es un derecho inalienable suyo unirse con personas del mismo sexo y que nadie puede negarles ese derecho, tiene respuesta en que el derecho de los menores es prioritario sobre el que supuestamente tienen ellos, pues el derecho de los niños a tener un padre y una madre procede de la propia naturaleza de la constitución humana, mientras que el supuesto derecho de los del lobby a adoptar niños está artificialmente creado por ellos mismos, pues se lo ha negado esa misma naturaleza.
Por todo ello, lo que ha ocurrido con las democracias que han autorizado legalmente que un menor pueda ser adoptado y formado por dos personas del mismo sexo supone la caída de esas democracias. O en otras palabras, la corrupción de las mismas, al tratarse de un asunto fundamental, anterior a toda institución humana. Y es que, como todas las cosas intangibles, también la democracia es susceptible de corrupción. Y no sólo por vía económica.
Es preciso, pues, que para que exista una verdadera regeneración democrática en España se ponga otra vez en su sitio la noción de matrimonio heterosexual y se restaure el derecho del menor a ser criado y formado bajo ese paraguas.
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