Trata Cervantes de la Cruz de Cristo empleando un lenguaje que, de no estar en verso, diríase escrito por San Pablo.
Cuando Cervantes pasa de los libros a los personajes bíblicos, deja bien patente el amor que por ellos siente en las alabanzas y elogios que les tributa, en el reconocimiento franco de sus virtudes, en el respeto con que los nombra y en la sinceridad con que trata de sus caracteres y de sus cualidades humanas.
A nuestro Señor Jesucristo lo confiesa como “Dios y hombre verdadero”, y dice de Él que “ni pudo ni puede mentir” (Quijote, II, XXVII), constituyendo esta declaración un eco de las palabras de San Pedro cuando escribió que en el Hijo de Dios “no hubo pecado y en cuya boca no se halló engaño” (1ª Pedro 2:22). En otro lugar de sus obras trata Cervantes de la Cruz de Cristo empleando un lenguaje que, de no estar en verso, diríase escrito por San Pablo. Tomando textos de éste y de los Evangelios, eleva un armonioso y sentido canto a la “dura Cruz preciosa”, vertiendo puros y elevados conceptos espirituales que no mejorarían nuestros místicos más representativos.
El corazón cristiano de Cervantes, lleno de amor y de pasión espiritual, se vuelca en este trozo poético y se afana por identificarse con los sufrimientos del Señor mediante la preciosa Cruz, que es el centro hacia donde deben converger todas las sendas del cristianismo:
“No hay cosa que sea gustosa
sin la dura cruz Preciosa.
Si por esta senda estrecha
que la cruz señala y forma
no pone el pie el que camina
a la patria venturosa,
cuando menos lo pensare,
de improviso y a deshora,
caerá de un despeñadero
del abismo en las mazmorras.
Torpeza y honestidad
nunca las manos se toman
ni pueden caminar juntas
por esta senda fragosa.
Y yo (sé) que en todo el cielo,
ni en la tierra, aunque espaciosa,
hay cosa que sea gustosa
sin la dura cruz preciosa.”(1)
De San Pablo, el último y más trabajador apóstol de cuantos vieron al Señor, habla Cervantes con emoción grave y profunda, con respeto y sentimiento. Por medio de su héroe traza una breve pero certera semblanza del convertido de Damasco. Ante el lienzo “que encubría la caída de San Pablo del caballo abajo con todas las circunstancias que en el retablo de su conversión suelen pintarse”, cuando don Quijote “lo vio tan al vivo, que dijeran que Cristo le hablaba y Pablo respondía”, el hidalgo manchego explica a los labradores. “Éste fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios Nuestro Señor en su tiempo y el mayor defensor suyo que tendrá jamás; caballero andante por la vida y santo a pie quedo por la muerte, trabajador incansable por la vida del Señor, doctor de las gentes, a quien sirvieron de escuelas los cielos y de catedrático y maestro que le enseñase el mismo Jesucristo” (Quijote, II, LVIII).
La Biblia no es un libro de fácil penetración ni su contenido es para ser leído descuidadamente. Todo cuanto sus páginas contienen es palabra de Dios, y el secreto maravilloso de esas palabras sólo puede ser descubierto por una mente espiritual. Esto explica los ruidosos fracasos de toda la caterva de racionalistas baratos cuando se han puesto a dogmatizar sobre la Biblia y a sentar conclusiones sobre sus doctrinas. La Biblia puede comprenderse sólo y exclusivamente cuando se ha comprendido a su Autor. Nunca se repetirá bastante ese esencial principio de la hermenéutica bíblica. Sólo cuando penetramos en esa mente amplia, tan amplia como el mismo Universo, podemos llegar a conocer las verdaderas riquezas de la Biblia.
Cervantes, que tenía por verdadera y por valiosa la existencia de Dios, que creía con una fe que le nacía de lo íntimo del corazón, manifestada en multitud de ocasiones por la calma que inundaba su alma en los momentos de apuros -y fueron muchos en su vida-, leyó, comprendió y amó la Biblia. Y este amor no le nació del estudio frío y calculado de los escritos sagrados. Su cariño hacia ellos trascendía más allá de las simples funciones del entendimiento y la voluntad. Supo penetrar en las páginas divinas con profunda sensibilidad espiritual y los sublimes misterios se le descubrieron como tesoros accesibles, enriqueciendo y fortaleciendo su experiencia religiosa y espiritual. Y más tarde, cuando toma la pluma para escribir, este tesoro de conocimientos bíblicos inunda las páginas de su literatura, dejando en ella testimonio elocuentísimo de la veneración, del respeto y del cariño que profesaba a la Sagrada Escritura.
(1) Comedia “El Rufián Dichoso”, jornada segunda.
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