El elogio del padre

Desde que tenía consciencia había vivido para agradarlo a él.

Casi todos sus recuerdos portaban el mismo aroma; un fresco perfume con mezcla dulzona que emergía ante las palabras de aprobación expresadas por su padre.

Vivía para hacerlo feliz. Creció vistiendo al ser que su padre quería. Fue el niño perfecto, el adolescente soñado, el joven decidido y a la vez sumiso.

Nunca se planteó cambiar. Su principal motivación era ver en el rostro de su progenitor una enmarcada sonrisa de aprobación.

Pero, apareció aquel joven, aquel hijo creídamente muerto, el hijo derrochador que un día abandonó el hogar y al que tras años de ausencia ya nadie esperaba.

Llegó con raídas ropas, con la piel desgastada por los mal vividos años, con el corazón envejecido y el alma presta a pronunciar una sola súplica: ¡perdóname!

El padre posó los ojos en ese Lázaro resucitado, en ese menesteroso ciego que recibía la vista y volvía al hogar.

Un confuso y sucio joven vio reflejado en los ojos del padre un amor que jamás había sentido, un consuelo deseado por tanto tiempo y del que ahora sin merecerlo era receptor.

Respiró profundamente para comprobar que el aire limpio de aquel hogar añorado llenaba de vida su apagada vida. Llegó para zarandear los pilares de una vida cómoda y sin ser consciente echó un pulso a el hermano perfecto que desde el umbral de la impotencia veía una escena de amor que le resultaba realmente desconcertante.

Un hermano perdido que regresaba y era recibido con mimos y carantoñas.

La confusión y el recelo tomaron las riendas. Los reproches emergieron del joven que siempre afirmaba con un: ¡Sí señor!

Tenía que aprender una lección, su padre se la estaba mostrando. Una lección de amor que él creía aprendida pero que realmente desconocía.

Una lección de amor hacia un hermano al que sólo le unía un nebuloso pasado y que regresaba ansioso de poder compartir un presente.