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Primer domingo de mayo, Día de las madres
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La fuerza que me habita

Soy ellas y ellas yo. Están en mí. Me habitan. Me empujan a crecer y las quiero.

TUS OJOS ABIERTOS AUTOR Isabel Pavón 29 DE ABRIL DE 2016 16:51 h
Strength & Love Women 40/52 / maricruz suarez (flickr - CC BY-NC-ND 2.0)


Ahora lo sé,

a través del infinito

la Mujer Eterna,

me hablaba,

empujándome a crecer.



Rosa Mª Badillo Baena, poemario Ardiente Infinito.




Tres mujeres llevo dentro. Las tres me habitan.



De haber estado viva, mi bisabuela materna habría cumplido ciento treinta y cinco años. Se llamaba Frasquita y tenía por afición ayudar a las mujeres cuando estas se sentían en total indefensión. Con esto quiero decir que era partera, ese oficio ancestral de traer criaturas al mundo. No sabía leer ni escribir, pero sí cómo socorrer a las parturientas que no tenían posibilidad de pagar un médico. No tenía horarios, acudía sin poner pegas, ya fueran días laborables o fiestas de guardar, con sol o con luna, al campo o a cualquier casucha marginal de las afueras del pueblo.



Mi bisabuela sabía del tema pues había parido ocho veces. La última en nacer fue mi abuela, única hembra entre varones.



Si aquellas mujeres a las que ella asistía no tenían para costear un médico, tampoco tenían nada para mi bisabuela. Ofrecían lo que podían, un poco de café, azúcar, un puñado de garbanzos, o un simple plato caliente en el que apenas encontraba algo que masticar. Ella se consentía y todo el mundo la quería. Con eso se conformaba porque echaba atrás otro día. Y si de regreso a casa había que arañar algo en las lindes de las huertas para amainar los gritos del hambre, se arañaba, porque antes que cobrarle a un pobre, se robaba a un rico. Porque había que sobrevivir como fuera. Porque a la dura vida había que chafarle el boicot que tenía preparado a la vuelta de cada esquina y porque poco importaba en que momentos afloraban las lágrimas ya que el aire se encargaría enseguida de secarlas y traerle  esperanzas. Logró sobrevivir y logró que ninguno de sus hijos se le muriera de chico.



Mi abuela. Mi abuela materna de joven parecía vieja y de vieja parecía joven. María era una mujer alta y delgada, más que por estructura física, por el hambre que pasaba. Sobrevivió gracias a las enseñanzas de mi bisabuela. A ella le tocó parir sola mientras su madre ayudaba a otras. Aprendió a hacer pan y venderlo a los vecinos, hacer recados a quienes no podían desplazarse a la capital y le pagaban el viaje para que ella les hiciera el favor. A vender de estraperlo en las tiendas donde la mitad de las veces no le pagaban, donde día sí y día no tenía que correr para esconderse de la guardia civil.



Mi abuela cobraba lo que cada cual podía darle, ya fuera en dinero o en especias, o ya fuera con nada, porque para eso estaba el corazón, para entregarlo entero si hacía falta y a quien hiciera falta.



Mi madre. Inés siguió este ejemplo. Se acostumbró a vivir en un desierto de bienes, a coserse vestidos con los sacos de harina. A lavarse la ropa íntima cada noche para poder usarla a la mañana siguiente. Aprendió a  hacer sombreros de pleita para los hombres y cestas que nunca se llenaban lo suficiente para las mujeres.



No sé qué habría pasado si las mujeres que me precedieron, las que me transfundieron su sabia de luchadoras, hubiesen nacido en casas pudientes, no lo sé ni me importa, pues la realidad fue otra. Es por eso por lo que me gustan, porque me siento una entre ellas, porque siento en mis venas las mismas ganas de pelear contracorriente, porque tengo las fuerzas suficientes para salvar obstáculos, la entereza de continuar cuando todo me viene en contra.



Tres mujeres, Frasquita, María e Inés. Tres seres que en ocasiones hicieron uso de la arrogancia para disimular el miedo y, porque cuando toca vivir se vive, aprendieron a comer cuando había y a cantar cuando no había. De ellas aprendí a luchar más que a resignarme.



Tres nombres que nunca fueron precedidos por el “doña” de las grandes señoras que se encontraron al nacer con la vida arrodillada a sus pies.



Tres mujeres que nacieron cenicientas y calzaron el sombrío zapato de la pobreza para no caminar sus años completamente descalzas. Con él marcaron la huella de sus pisadas en mí, las tengo por todas partes, propagándome el carisma que quisieron para sí.



Soy ellas y ellas yo. Están en mí. Me habitan. Me empujan a crecer y las quiero. Las quiero porque traigo enredado en mis entrañas ese afán de superación. No me importa el tiempo que tarde en conseguir lo que quiero porque sé que puedo alcanzar cualquier reto que me proponga. Y puedo porque quiero, porque lo traigo dentro, ¡porque es mi herencia!


 

 


1
COMENTARIOS

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Respondiendo a

piluchilo
30/04/2016
22:45 h
1
 
¡MARAVILLOSO! Y Maravillosas tantas mujeres que nos precedieron.
 



 
 
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