Dirección asistida

Señor,

muéstrame tus caminos;

guíame por tus senderos;

guíame, encamíname en tu verdad,

pues tú eres mi Dios y Salvador.

¡En ti confío a todas horas! Salmo 25:4-5

Hace aproximadamente unos 18 años conduje mi primer coche. Era un destartalado Opel color rojo heredado de mi hermano que a su vez lo había comprado de segunda mano.

Cuando conduces por primera vez tu propio vehículo después de haber aprobado el examen de conducir y siendo portadora de ese carnet que te acredita como conductora, sientes una sensación de libertad. Ya no dependes de que otros te lleven allá donde quieres ir. Dejas a un lado los horarios de trenes, autobuses y te enrolas en la aventura de conducir hasta “el infinito y más allá”.

Algo que recuerdo de aquel coche al que tanto cariño le guardo es la sensación de que cualquier maniobra de aparcamiento resultaba realmente difícil. Todo se agravaba aún más en los días de verano en los que el calor sofocante hacía que aparcar resultará más duro que una hora de gimnasio.

Cuando tuve la oportunidad de comprarme un coche que tenía dirección asistida cual fue mi alegría al comprobar lo fácil que era estacionar.

La dirección asistida nos facilita la conducción.

Esto me lleva a pensar en esa dirección asistida que viene de parte de Dios y que tanto nos ayuda en la vida.

Ese favor que nos permite atravesar dificultades y sentirnos arropados por él.

Él, que siempre está alerta y conoce sobradamente aquello que nos condiciona tiene a bien aportarnos su ayuda para hacer más livianas nuestras cargas.

Él, nos examina con delicadeza y da a nuestra alma aliento ante el desaliento, esperanza en los momentos de angustia, paz en medio de la tormenta.

Él nos asiste con ternura y ante nuestras continuas caídas espolvorea de su misericordia proporcionándonos la calma que precisamos para seguir transitando el sendero.

Él templa los temores, acaricia los pesares y contempla con ojos de amor a un ser que ama con amor eterno.