Para entender que el Señor nos sostiene, solo hay una manera: Lanzarse. No hay otra.
“Sólo perdido en Ti es como me encuentro; no me poseo sino aquí, en tu abismo”. Unamuno
A veces es necesario escribir, sacar de dentro, plasmar en papel los sentimientos para dejar hueco y que surjan nuevos. Mientras las viejas emociones están ahí, sumergidas en nuestro interior, no entrarán otras con poder renovador.
Nunca pensé que podían pasarme tantas cosas en tan poco tiempo. Siento como si alguien, desde atrás, alguien conocido al que llamo Dios y Padre, me hubiera empujado tan fuerte que me siento viajar a la velocidad de la luz. Son sensaciones difíciles de explicar.
He comprendido que para ser empujada he tenido que tener confianza suficiente como para asumir el riesgo de ver lo que pasaba si me colocaba al borde mismo del abismo. Ser consciente de que podía perder mucho y no sabía en absoluto cuales iban a ser las consecuencias. Mi balanza estaba descompensada sobre esto último.
Ponerse al borde del abismo para un cristiano, es colocarse de espaldas a este. Es como dar un salto al vacío con el único propósito de no separarse de la mirada y no soltarse de las manos del que te sujeta, Dios. De el que va a lanzarse contigo para que realices sus propósitos. Porque Dios se lanza al mismo compás, contigo. Él no se queda en el borde observándote, sino que se crea un contacto firme entre Dios y tú.
No es fácil confiar, pero una vez tomada la decisión, no te arrepientes nunca.
A lo largo de la vida, son muchos los abismos ante los que nos encontramos. El proceso casi siempre es el mismo. Llegas y te asomas. Intentas descubrir hacia dónde lleva. Crees ver algo al fondo, a lo lejos, pero nunca con la claridad suficiente como para lanzarte. Sabes que eres libre para tomar la decisión y que a tu alrededor existen otros caminos, humanamente firmes, seguros. Caminos que no muestran dificultades, apenas las rutinarias que conoces y sabes solventar. Entonces decides. Terminas sujetándote a Él, concluyes que sea Él quien mire por ti hacia lo desconocido, pues tú, ante lo inexplorado estás de espalda. Sólo así, sólo así...
Lo desconocido es como “la gran tiniebla” donde Jesús es la luz (Jn 1:5) “La luz resplandece en las tinieblas y las tinieblas no prevalecieron contra ella”.
Nosotros somos como Juan el bautista, enviados de parte de Dios para dar testimonio de la luz. (Jn 1:6-8) “Hubo un hombre enviado de parte de Dios, el cual se llamaba Juan. Este vino para dar testimonio, para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él. No era él la luz, sino para dar testimonio de la luz”.
Los abismos del Señor nunca forman parte de nuestras expectativas diarias y cada vez que aparecen nos sorprenden. Satanás sabe esto. Dijo a Jesús cuando concluyó su ayuno en el desierto: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo; porque está escrito: Dará órdenes a sus ángeles para que te lleven en brazos, de modo que tu pie no tropiece en piedra alguna” (Mt. 4:6). Así tentó el diablo a Jesús. A nosotros nos tienta de una manera contraria. Nos anima a quedarnos al borde, nos asusta, nos engaña. Pero, por Jesús, somos hechos hijos del Padre y en nosotros cumplirá su Palabra.
Si nos guiamos por lo que ven nuestros ojos abrazaríamos lo que creemos seguro. Sin embargo, sólo en Dios está la seguridad.
Lanzarte conlleva el riesgo de confiarte con los ojos abiertos hacia Él. De caminar hacia delante, pero de espaldas al porvenir. Es difícil caminar de espaldas. Pero si lo haces agarrado a alguien, disfrutarás la experiencia. Agárrate al Señor.
Es durante el trayecto cuando su sabiduría se aloja en ti para formar parte contigo de la misión que tienes delante. Así sucede cada vez. Porque hasta el instante mismo de lanzarte, te agarra la cordura, te persuade, y lo que ves, lo ves por los ojos de ella. La cordura te distancia del abismo. Permanecer al borde paraliza los músculos y acelera el corazón. Quedarse al borde del abismo, enferma. Los profetas sabían esto. Mientras realizaban o no la misión que el Señor les encomendaba, se sentían tremendamente solos, incapaces y enfermos. (Léanse las experiencias de Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, Jonás...) Corrían el riesgo de lanzarse al vacío agarrados a la convicción de que el Señor era quien les mandaba, quien se precipitaba con ellos. La fuerza que empuja a lanzarse es la convicción, la fe.
Ocurre que todo aquel que se lanza es señalado por los que permanecen al borde. La mayoría siempre señala a los solitarios. Pero el solitario sabe que en la mayoría habita la enfermedad y la muerte.
Para entender que el Señor nos sostiene, solo hay una manera: Lanzarse. No hay otra. Los que permanecen lejos de él, no se sienten protegidos. No se arriesgan porque no necesitan sentirse así.
Un abismo lleva a otro abismo, y a otro, y a otro. No hay regreso. Cada vez te alejas más y más de los que deciden quedarse al borde. Cada vez estás más solo, como los profetas. Cada vez te sientes menos comprendido. El temor, la incomprensión, la soledad, la incertidumbre, todo esto forma parte del abismo. Todo esto es necesario para avanzar. Para aquellos que quedan al borde, tú has caído en una trampa. Para ti, son ellos los encarcelados. Porque entiendes que ese es tu camino, nada más. No ves el final y sí entiendes que este es el tuyo. Sigues adelante porque ya conoces el gozo que el Señor deposita en ti con tu obediencia. Los que no confían interrumpen el fluir de la gracia que Dios les brinda
Desde el borde se vive la expectativa, no la experiencia.
Que sea muy difícil lanzarse no quiere decir que el que se lanza sea valiente. No se es valiente lanzándose al vacío. El temor es mortal pero, cuando das el paso, dejas de morir y se crea un comienzo. Un comienzo en el Señor.
Vamos, ¡adelante!
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