Los libros proféticos (V): El reino de Judá pecaba gravemente contra Dios y que sus habitantes fueran judíos no iba a librarles de enfrentarse con las consecuencias de sus actos.
¿Se imagina alguien a un católico anunciando que Dios va a destruir el Vaticano o a un musulmán proclamando que Al.lah va a arrasar la Meca?
Se necesita, desde luego, mucha imaginación para pensar en algo así y, sin embargo, eso fue precisamente lo que hizo durante el siglo VIII a. de C., un profeta llamado Miqueas.
El anuncio era terrible porque, por primera vez, alguien decía que la ciudad de Jerusalén sería aniquilada y que el único templo del único Dios verdadero sería arrasado. Así sería porque miente terriblemente contra Dios el que afirma que hay santuarios que no pueden ser borrados del mapa por el juicio de Dios o que hay condiciones espirituales exentas de la justicia de la Providencia.
El reino de Judá pecaba gravemente contra Dios y el hecho de que sus habitantes fueran judíos no iba a librarles de enfrentarse con las consecuencias de sus actos. Precisamente porque es así “Jerusalén se iba a convertir en un montón de ruinas y la montaña del Templo en un altura boscosa” (Miqueas 1: 3-5; 3: 12).
¿En qué situación se encontraba la sociedad de Judá para esperar una perspectiva tan siniestra?
En primer lugar, era una sociedad que se movía por la codicia (2: 1-5). Se levantaban ya por la mañana pensando sobre qué podrían echar la mano porque su vida giraba en torno a lo material. En segundo lugar, era una sociedad que amaba la mentira. Había llegado, de hecho, hasta tal punto que si iba a haber un profeta en su seno tendría que ser uno dispuesto a dejarse comprar y a pronunciar falsedades (2: 11). No puede sorprender que con la codicia como motor y la mentira como bandera, la administración de justicia fuera un espectáculo bochornoso en el que los que odiaban el bien y amaban el mal tomaban las decisiones (3: 1) y los gobernantes vivieran de despellejar -es el término utilizado por Miqueas- al pueblo (3: 2-3).
Con un panorama así no cabía engañarse. La gente podía elevar sus preces a Dios, pero sus oraciones no serían contestadas (3: 4). Por el contrario, Dios escondería Su rostro de aquellas gentes cuya vivencia espiritual se limitaba a los ritos y a pedir ayuda en tiempos de una dificultad que ellos habían contribuido a crear.
A fin de cuentas, Judá era un reino donde se aceptaban sobornos, donde los clérigos predicaban a sueldo y donde los profetas profetizaban según quien les pagaba y, para colmo, todos ellos tenían el descaro de citar el nombre de Dios y de anunciar que no habría problemas en el futuro (3: 11). Pero a pesar de lo que dijeran, de que fueran judíos, de que el culto estuviera en sus manos, aquella gente no era el pueblo de Dios.
Miqueas introduce aquí precisamente un concepto que sería utilizado por otros profetas, pero también por el cristianismo primitivo. Nos referimos a la idea del resto. Los grandes sistemas religiosos ansían, por regla general, tener el mayor número posible de miembros sometidos a sus deseos. Esa “presencia social” garantiza poder y caudales y explica que, según las circunstancias, se sea con ellos más benévolo o más duro porque lo importante es que sigan sometidos y no se vayan.
Sin embargo -señala Miqueas- no es ese el pueblo que Dios busca. Dios tiene en Sus propósitos un pueblo que vaya más allá de los judíos y que incluya a todas las naciones (4: 1-2), que no se entrene para la guerra (4: 3) y que, a fin de cuentas, a pesar de que pueda ser numeroso nunca pasará de ser un resto (4: 6-7). Ese pueblo, ese resto, seguiría un día a alguien cuyas salidas eran desde la eternidad, pero que un día nacería en Belén (5: 1), una profecía que los judíos asociaron siempre con el mesías y que los cristianos identificaron lógicamente con Jesús, un hombre ciertamente, pero cuya pre-existencia venía desde la eternidad.
Por lo que se refiere a los otros, los que creen que pueden sujetar a Dios como se sujeta un llavero que abre puertas o una tarjeta con la que se saca dinero de un cajero… Dios quebrará su falsa seguridad. Esa falsa seguridad se sustenta históricamente siempre en lo mismo: la potencia militar, la superstición y el culto a las imágenes. Dios no iba a tolerar semejantes conductas en medio de Judá. Sus ejércitos y sus fortalezas se verían destruidos (5: 9-10); sus adivinos y sus hechizos serían aniquilados (5: 11) y lo mismo sucedería con las imágenes que no pasaban de ser obra de sus manos y ante las que se inclinaban (5: 12-13).
Ese juicio es totalmente justo porque Dios no había hecho cosa distinta que derramar amor sobre Judá. Podía preguntar apesadumbrado: ¿qué te he hecho? ¿en qué te he molestado? (6: 3). Dios había liberado a Israel de Egipto, lo había preservado durante siglos y, sin embargo, Judá practicaba la injusticia y la idolatría y pretendía además presentarlas como bondad bajo capa de religiosidad.
No, ciertamente, no era eso lo que Dios deseaba. A lo largo de los siglos, los seres humanos han buscado ritos y ceremonias que, a su juicio, les permitan presentarse ante Dios revestidos de su propia autojustificación (6: 6-7). Es una conducta que todavía podemos contemplar hoy a nuestro alrededor y que, en ocasiones, al espectador riguroso no deja de provocarle una sonrisa por lo ridículo de las pretensiones o un gesto de tristeza por lo fútil y falso de las mismas. Ciertamente, no es ése el tipo de vida que Dios ofrece al hombre. La vida ideal es que se practique la justicia, que se manifieste compasión - que no lástima - ante los otros seres y que se camine no con soberbia sino con humildad ante Dios, precisamente porque se es consciente de que no tenemos méritos ante El sino que todo es pura gracia (8: 8).
Como sucede desde la primera página de la Biblia hasta la última, en Miqueas aparecen enfrentados los conceptos de gracia y de méritos propios. Los que creen en estos últimos multiplicarán los sacerdocios, las ceremonias y los ritos, pero, al final, los frutos serán la idolatría, la confianza en la fuerza y la superstición aparte de un sentimiento intolerable de autosatisfacción. Por supuesto, harán callar a los profetas en medio de una red tejida de intereses. Los que son conscientes de que todo es gracia serán sólo un resto, pero confiarán en el mesías nacido en Belén por encima de todo y se percatarán de que la vida que Dios quiere nada tiene que ver con ritos y ceremonias operadas y sacerdotes sino con cuestiones tan sencillas como la defensa de la justicia, el ejercicio de la compasión misericordiosa y el caminar ante Dios con humildad.
Al final, Dios actuará soberanamente en la Historia porque no puede permanecer indiferente hacia una sociedad en la que los ricos roban, pero los que no lo son mienten (6: 12), donde la honradez es rara avis y se busca cómo aprovecharse del prójimo (7: 1-2) y donde no se puede confiar ni en los amigos ni en los parientes (7: 5-6).
Cuando se llega a ese punto, tarde o temprano, el país será desolado (7: 11), pero la Historia no llegará a su fin. Los que sufran el impacto de las tinieblas podrán tener a Dios como luz (7: 8) y, sobre todo, tendrán la posibilidad de volverse a un Dios que no acepta los méritos humanos como pago por nuestros pecados, pero que sí está dispuesto a arrojarlos al fondo del mar si nos volvemos a El y nos acogemos a Su inmenso amor. Ése es el mensaje final de Miqueas.
Continuará
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