El desaliento suele ser nuestro mayor enemigo, todos lo hemos sentido docenas de veces en nuestra vida. No merece la pena caer en el desánimo.
Hace unos años leí una entrevista que me impactó. El que hablaba era un jugador de baloncesto norteamericano: «Durante mi carrera he fallado más de diez mil tiros, perdí más de trescientos partidos y, que yo recuerde, en unas cuarenta ocasiones tuve el último balón del partido, tiré y lo fallé. Lo único que hago es seguir intentándolo, y eso es lo que hace que la gente crea que son un triunfador». El entrevistado era Michael Jordan.
Creo que casi todos somos relativamente fuertes cuando luchamos contra el dolor. Nuestro peor enemigo suele ser el desánimo. Preferimos que nos golpeen las circunstancias o que otras personas nos ataquen, porque así al menos sabemos contra qué luchar, ¡pero cuando nos desanimamos…! Justo en esos momentos no sabemos qué hacer, porque creemos que no merece la pena hacer nada. El desaliento suele ser nuestro mayor enemigo: no sabemos la razón por la que aparece, ni mucho menos cómo puede sobrevivir, pero cuando estamos cansados al ver que nada cambia y que por mucho que nos esforcemos todo parece ser inútil, nos desanimamos.
Eso sí es cruel. Hacer todo lo posible por nuestra parte para cambiar una situación y ver que todo sigue igual. Casi sin darnos cuenta, bajamos los brazos. Dejamos de luchar y llegamos a creer que no merece la pena seguir. Se acabó.
Todos lo hemos sentido docenas de veces en nuestra vida.
No merece la pena caer en el desánimo. Si te sirve, sal a algún lugar donde puedas pegar un buen grito (o hazlo en casa si los vecinos no llaman a la policía) y di: «Volver atrás, ¡nunca! Rendirme, ¡jamás!». Aprieta los dientes y alza tus manos al cielo. Dile a Dios que estás dispuesto a cualquier cosa, pero no a abandonar. Decide no quedarte caído: la vida está llena de situaciones difíciles y de crisis, el mismo Señor Jesús lo dijo, pero también anunció nuestra victoria al final del capítulo 16 del evangelio de Juan: «En el mundo tenéis tribulación; pero confiad, yo he vencido al mundo».
«Y de la misma manera, también el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; porque no sabemos orar como debiéramos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles» (Romanos 8:26). El Espíritu de Dios también aparece en la Biblia como nuestro amigo. El que nos escucha, nos ayuda, nos consuela y nos enseña incluso cómo debemos orar. Cuando estamos tan desanimados que no sabemos qué decir, él está ahí. ¡Gime por nosotros! ¡Es el mejor amigo que tenemos, porque ni necesitamos explicarle lo que nos pasa! Está siempre a tu lado (¡dentro de ti, si eres del Señor!) para ayudarte.
Por último, déjame volver a la historia del principio. Muchas veces nos desanimamos porque fracasamos. Fallamos y creemos que no merece la pena seguir. Dios no se rinde, sigue ayudándonos, sigue queriendo restaurarnos. Puedes escribir todos tus fracasos en una libreta (¡yo personalmente necesitaría tres o cuatro, al menos!), poner todas las situaciones en las manos de Dios, y quemarla después.
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