Los libros proféticos (III): Leído a casi tres mil años de distancia, Amós nos sigue impresionando.
Si Oseas, al que dedicamos la última entrega, fue un profeta extraordinario, no puede decirse menos de su contemporáneo Amós. Ortega y Gasset lo definió como el intelectual en estado puro, pero habría que decir más bien que era un genio de la oratoria y, por encima de todo, un hombre entregado a Dios.
En los dos primeros capítulos de su libro, Amós va fulminando una serie de condenas divinas contras las naciones cercanas a Israel y Judá. Dios no es un dios tribal ni nacional sino que Su visión es universal y por eso no puede pasar por alto el horror perpetrado por diversos pueblos.
Con seguridad, el señalamiento de aquellas condenas debió provocar un cierto placer a los habitantes de Judá e Israel convencidos de su superioridad religiosa y moral. Es más, cuando Amós acusó incluso a Judá -su tierra natal- de desobedecer la ley de Dios y de seguir las mentiras de sus padres (2: 4-5), la gente de Israel debió sentirse especialmente complacida. ¡Un judío como era Amós anunciaba el juicio de Judá! ¿Cabía mejor confirmación de sus puntos de vista?
Pero Amós -al que muchos habrían considerado anti-patriota en España cubriéndole de insultos- reservaba la consumación de su discurso apuntando a un Israel indigno (2: 6-16). Era cierto -ya lo vimos- que sus habitantes se sentían muy orgullosos de los éxitos obtenidos por su rey Jeroboam II, pero la realidad es que la sociedad israelita se caracterizaba por la corrupción de la administración de justicia (2: 6-7), por su inmoralidad sexual (2: 7-8), por su olvido de Dios (2: 9-10) y - ¿le sorprende a alguien? - por su deseo de silenciar a cualquier profeta que advirtiera del mal (2: 11-12). El resultado de esa conducta sería el juicio de Dios (2: 3-16).
En el fondo, ése era el gran pecado de Israel, el de olvidar que su elección no implicaba privilegios sino una mayor responsabilidad (3: 1-3) y el de no querer escuchar las advertencias de los profetas que los llamaban a abandonar la autocomplacencia y a decidirse por la conversión (3: 7). Porque el panorama que ponía de manifiesto Israel difícilmente podía ser peor: la idolatría (3: 14 ss); la búsqueda de un lujo innecesario (3: 15); la opresión de los débiles para facilitar los placeres de los privilegiados (4: 1 ss).
Todo eso sería castigado aunque, lamentablemente, podría haberse evitado ese final con que se hubieran escuchado los gritos de advertencia previos. Porque Israel había vivido crisis económica y hambre (4: 7-9) y plagas sufridas por la juventud (4: 10) y empobrecimiento (4: 11)… pero nadie quería escuchar. El resultado sólo podía ser el juicio, un juicio que viene sobre una sociedad en la que los prudentes optan por callarse por miedo (5: 13), un juicio que sólo tiene posibilidades de ser evitado cuando se busca lo bueno, cuando se aborrece el mal y se ama el bien, y cuando se establece la justicia (5: 14-15).
Es esa conversión el único valladar frente al juicio justo de Dios, pero no lo es la práctica de la religión ni tampoco el invocar al Señor deseando Su venida (5: 18 -27). A decir verdad, las manifestaciones de religiosidad repugnan a Dios cuando no van acompañadas de una vida de justicia. Por supuesto, siempre habrá los que piensen que su lugar de culto máximo -el monte de Sión en Jerusalén o Samaria- son garantía suficiente para verse a salvo de la acción de Dios. Siempre es fácil encontrar una excusa religiosa para el pecado. Sin embargo, esa esperanza no es sino vana superstición e ignorancia de cómo es Dios (6: 1).
Cualquiera que reflexione en la Historia puede ver que los juicios de Dios son imparciales y que no hacen excepción con pueblo alguno (6: 2). Si los que perpetran la maldad son israelitas o judíos, sin son gente confiada y próspera, no por ello se verán eximidos de dar cuentas a Dios (6: 3- 6). Todo lo contrario. De hecho, si Dios no acaba con una sociedad al completo lo más seguro es que sea no por su bondad sino por Su compasión (7: 1-9).
Como comprenderá el lector, un personaje que no tenía reparo alguno en señalar la realidad que se ocultaba tras la imagen brillante de la sociedad, que apuntaba a la injusticia no por escondida menos manifiesta, que no concedía a su cultura de origen un trato más benévolo que a otras y que disipaba las falsas seguridades de las personas religiosas señalando que sus prácticas piadosas más queridas eran repugnantes a los ojos de Dios tenía que acabar teniendo problemas…. y Amós los tuvo.
La segunda parte del capítulo 7 muestra como Amasías, un sacerdote del santuario de Betel, incluso llamó a la puerta del rey Jeroboam para que acabara con Amós. Una voz libre, independiente, íntegra y que, sobre todo, desmontaba la falsedad de la religión organizada no podía ser tolerada bajo ningún concepto.
Amasías -que no podía negar la agudeza de Amós- se permitió llamarle vidente y aconsejarle que se marchara a Judá donde podría ganarse la vida en lugar de jugársela como Israel. Desde luego, era totalmente intolerable que cuestionara la versión oficial de política y religión que había en Israel (7: 12-13).
La respuesta de Amós fue realmente antológica. Él no se ganaba la vida con la religión. A decir verdad, era un mayoral y agricultor que podía haber vivido sin especiales preocupaciones en Judá, pero, a pesar de no pertenecer al gremio de los profetas, no podía dejar de mostrar lo que Dios le ponía delante para anunciarlo (7: 14-16).
Amasías podría querer que no profetizara, pero él no tenía más remedio que hacerlo y decir, por ejemplo, que aquel sacerdote llamado Amasías acabaría recibiendo los frutos de su corrupción espiritual ya que su corazón no estaba en servir al señor sino a un sistema sacerdotal (7: 16 ss).
Sin embargo, Amós no era un catastrofista que sólo veía males en el horizonte. Existía una posibilidad de corrección aunque ahora cuando se miraba en derredor lo único que se podía contemplar era a gente dispuesta a explotar a su prójimo (8: 1-8). Un día, el pueblo padecería hambre, pero un hambre no material sino de escuchar la palabra del Señor (8: 11 ss). Sería una búsqueda terrible, en medio de una gran crisis y sin encontrar lo que buscaban. Y en medio de esa pavorosa disyuntiva estarían los que querrían creer que la desgracia no les afectaría y continuarían con sus caminos recogiendo una terrible cosecha (9: 9-10) y, por otro, aquellos que serían objeto de una redención que sólo podía proceder de Dios (9: 11-15). No deja de ser significativo que este último pasaje fuera aplicado por Santiago, el hermano del Señor, a aquellos que habían creído en Jesús como mesías fueran judíos o no judíos (Hechos 15: 13 ss).
Leído a casi tres mil años de distancia, Amós nos sigue impresionando por sus cualidades humanas. Pudo haber sido una persona que viviera con desahogo en su tierra natal. Sin embargo, aceptó dejar su lugar de nacimiento para dirigirse a una nación distinta desde la que lanzó un mensaje universal de advertencia y juicio. Las apariencias, las proclamas de los políticos, las homilías de los sacerdotes, incluso la prosperidad pueden ser la mera cobertura de una sociedad que está podrida hasta la médula y que no es mejor que las naciones paganas. Tarde o temprano sobre esa sociedad acabará cayendo el juicio de Dios por muchos templos desde cuyos púlpitos les anuncien todo lo contrario; por muy callados que estén los prudentes y por muy amenazados que se encuentren los profetas.
Sin embargo, Dios no desea sorprender a nadie con un juicio. Antes advertirá de lo que se acerca. Se escuchará la voz del profeta en los sitios más insólitos. Se advertirá para quien no quiera cerrar los ojos que la sociedad va a enfrentarse con los frutos de sus actos… y habrá una oportunidad de volverse a Dios y vivir. Pero si esa oportunidad se desperdicia, sólo quedará la expectativa irremisible del juicio de Dios de la misma manera que cuando el león ruge advierte de un innegable peligro.
Continuará
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