Cinco veces máximo encestador, Nate fue siempre un jugador cercano a todos, sobre todo a los niños. La verdad es que se hizo querer por su carácter y su juego espectacular. Profundamente creyente, siempre habló de lo que Dios significaba para él: “Dios es lo más importante en mi vida, nada puede compararse a Él; con Él todo es posible”, decía a todo aquel que quería escucharle. Realmente creía que Dios le ayudaba en todo, llegó incluso a jugar un partido con una mano vendada (la tenía rota) y marcó veintiocho puntos con la otra mano.
De repente, en los últimos años de su carrera todo pareció cambiar: Una lesión de clavícula le retiró repentinamente del deporte profesional cuando tenía treinta y tres años, al mismo tiempo que su mujer, Annie, se ponía enferma poco después de haber dado a luz a su segundo hijo, Nate Jr. Desgraciadamente para él, ningún médico podía encontrar la causa de la enfermedad de su mujer, así que fueron pasando los meses sin que ella mejorara. Nate gastó absolutamente todo su dinero llevando a Annie de médico en médico por diferentes hospitales de los Estados Unidos. Por fin, alguien encontró la enfermedad que tenía; se llamaba síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA) y era una enfermedad nueva y mortal. Annie había sido infectada mediante una transfusión de sangre en el hospital donde dio a luz.
Muy poco tiempo después Annie falleció, y Nate se encontró solo, con sus dos hijos y sin nada de dinero. Intentó hacer algo con el baloncesto, pero uno de sus “amigos” que se había comprometido con él para trasladar todas sus cosas a su casa en el estado de Georgia, se quedó con todo. Nate nunca más lo vio, perdiendo de este modo todos sus trofeos, camisetas, fotos... Sus hijos no pudieron tener ningún recuerdo de todo lo que su padre había sido, y Nate tuvo que comenzar una nueva vida como trabajador en una empresa de seguridad.
Cuando le encontramos en Atlanta en el año 1996, recordamos los muchos momentos que habíamos compartido en España. No sabíamos nada de él desde hacía casi diez años. Hablamos durante mucho tiempo, paseamos, paseamos, le llevé algunas fotos que tenía en las que él estaba jugando al baloncesto, y él se las enseñaba a sus hijos, ahora mayores, para que supieran quién había sido su padre. Cuando hablamos de Dios, me miró, y me dijo sin dudar un solo momento: “Mi confianza en Él no ha cambiado; Dios es bueno siempre, nada puede compararse a Él”. Las circunstancias de la vida habían roto su corazón, pero él lo había dejado en las manos de Dios, y Dios le devolvió la confianza.
Cuando mencionamos a personas que triunfan siempre pensamos en los que han alcanzado los primeros lugares. Déjame decirte que uno de los mayores desafíos en el día de hoy no es tanto conseguir triunfar, sino saber enfrentarlo todo. Y más que ninguna otra cosa, saber vivir venciendo el sufrimiento. escritor Ajith Fernando dijo un día que “La gente más feliz del mundo no es la que no sufre, sino la que no le teme al sufrimiento”. Eso es, exactamente.
Si somos capaces de vivir sin miedo al sufrimiento, hemos conseguido que no nos haga daño. Sufrir puede ser a veces, incluso una bendición de Dios. "Pueden hacernos daño, pero no pueden quitarnos la vida" dijo en cierta ocasión Justino Mártir... y de eso se trata. La Biblia dice que nuestra vida está escondida con Cristo, en Dios; así que sólo puede hacernos daño aquello que nosotros permitimos que nos haga daño.
Nuestra confianza en Dios no depende de las circunstancias. El desafío para nosotros es vivir sin temor a lo que pueda ocurrir, a lo que otros digan, o incluso al temor a nuestros propios fallos.
Los que descansan en Dios son los verdaderos triunfadores.
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