La madre real de la auténtica esclavitud es el pecado y la genuina libertad consiste en ser libres del mismo.
Una de las películas clásicas de la historia del cine ha sido Espartaco, rodada en 1960 y protagonizada por Kirk Douglas, que narra la acción del esclavo de ese nombre que puso en jaque a la mismísima Roma, en el siglo I a. C., al encabezar una rebelión de esclavos. Su figura ha pasado a la historia con un halo de romanticismo, al representar el ansia de libertad que el ser humano lleva dentro de sí mismo. Si a ello se une la lucha contra un enemigo muy superior, en un combate desigual, entonces tenemos todos los ingredientes para que el personaje despierte las simpatías generales.
Ciertamente la libertad civil, política y de conciencia ha sido y es uno de los grandes motivos que mueven a los pueblos a sacudirse todo yugo que coarte o anule esos derechos preciosos; mientras el mundo siga girando, esa aspiración formará parte intrínseca de su lucha.
Algunos hasta han llegado a imaginar que la misión de Jesús fue precisamente la de procurar la libertad para los subyugados por los poderes dominantes, ya sean los de carácter religioso, económico, militar o político, poniéndolo al mismo nivel que otros libertadores que ha habido en la historia. Especialmente los movimientos revolucionarios del siglo XX hicieron suya esa imagen de Jesús.
Pero una de las grandes verdades imprescindibles que nos enseña el evangelio de Juan es que la misión de Jesús no tiene que ver tanto con esos aspectos de la libertad, sino con otro que es mucho más profundo. Al hablar de libertad a sus compatriotas, éstos se sintieron ofendidos porque su orgullo nacionalista les hacía pensar que por linaje eran libres. Es sabido que en el mundo antiguo el linaje determinaba la condición social. Si eras hijo de un esclavo tu destino en la vida sería ser esclavo. Si eras hijo de un hombre libre tu posición sería la de ser libre. El nacimiento determinaba la condición. Por tanto, como los compatriotas de Jesús sabían que su antepasado Abraham había sido libre, ellos eran también una estirpe de hombres libres. Hasta llegaron a subrayar tal condición recalcando que ‘jamás hemos sido esclavos de nadie.’i La conclusión a la que llegaron es que en las palabras de Jesús, por las que daba a entender que ellos no eran libres, tenía que haber un error.
Hay que ver cómo ciega el orgullo nacionalista. ¿De verdad ellos jamás habían sido esclavos de nadie? Entonces ¿qué de su estancia en Egipto, donde sufrieron los rigores de la esclavitud en manera prolongada? ¿O qué de la deportación a Babilonia, cuando perdieron su territorio e independencia nacional? ¿O qué de los tiempos bajo los reyes persas, cuando en su propio territorio no tenían la plena soberanía para decidir por sí mismos? ¿Y qué decir del momento en el que pronuncian esas palabras de protesta, cuando Judea se ha convertido en una mera provincia del Imperio romano?
Jesús podría haberles recordado todos esos periodos de pérdida de libertad nacional pasada y presente, pero no lo va a hacer, por la sencilla razón de que la pérdida de libertad en su dimensión más profunda es de otra índole. Y esa es la que a él le preocupa. Por eso proclama de manera rotunda esta verdad imprescindible: ‘De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado.’ii
Hay una idea erróneamente catastrófica que se está extendiendo cada vez más sobre la noción de libertad, según la cual consiste en la facultad de hacer lo que se quiera. Ya se sabe que uno de los eslóganes de aquel mayo del 68 en Francia fue la consigna: Prohibido prohibir. Era la quintaesencia de la libertad, aunque en realidad el lema era un engaño. La noción verdadera de libertad es, más bien, querer lo que debe hacerse. La primera noción lleva a la esclavitud. La segunda supone que por encima de la libertad hay una norma suprema a la que debe estar sometida, para que siga siendo libertad. Sin esa norma la libertad va más allá de los límites legítimos y se convierte en desorden y libertinaje, lo cual acarrea la esclavitud. Sin limitación la libertad se degrada y corrompe, aunque pareciera que se están ganando espacios de libertad. Con limitación se afirma y establece, aunque pareciera que se están perdiendo. Es la paradoja, aparentemente contradictoria, es vital aprenderla.
La madre real de la auténtica esclavitud es el pecado y la genuina libertad consiste en ser libres del mismo. Jesús se presenta como quien ha venido para dar no cualquier libertad, como Espartaco y sus émulos, sino para darnos la que tiene repercusiones trascendentes y eternas. La misma que necesitaba Espartaco y la que necesitaban sus enemigos. La misma que necesitas tú y necesito yo.
i Juan 8:33
ii Juan 8:34
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