En el nombre del Amor

Creo en el Amor. En un Amor fuera de raciocinio, fuera de lógica, un Amor muy diferente al que los humanos conocemos, creo en el verdadero Amor de Dios para con el hombre, en el contenido puramente bondadoso de su entrega desinteresada, de su mirada atenta, de todas sus palabras tiernas que llenan mi corazón de agua fresca.

Todos, unos más que otros, hemos tenido que soportar y soportamos los azotes de la vida: la incomprensión, el rechazo, la soledad, la ausencia de seres queridos, la enfermedad... una amalgama de sinsabores que sin desearlos crean a menudo en nuestro interior un abrumador dolor.

Cuando conocemos a Jesús descubrimos que ese ser de suprema grandeza tiene a bien regalarnos sus caricias y aunque no las merezcamos, él siempre nos retribuye con alguna de ellas.

Las secuelas que dejan los mal vividos años de tiempos pretéritos, provocan en el presente una agria sensación de derrota. Cuando nuestra mirada se cruza con la de nuestro sanador percibimos con agrado la tenue sensación de que hemos de echar una capa de amnesia sobre nuestro ayer y seguir el camino con la sensación grata de que Dios hace todas las cosas nuevas.

Cuando nos reconciliamos con esa parte dolida que llevamos dentro abandonamos la queja y sabiamente sucumbimos al perdón.

Recapitulando todos esos momentos tristes comprenderemos la necesidad de eliminarlos.

Es así como aplicando un ungüento de ternura es más fácil olvidar los claroscuros del pasado, las tempestades que sin ser deseadas irrumpieron en nuestro ayer y que han llenado nuestros corazones de tristes canciones, melodías que hoy se han de disipar entre himnos de perdón.

Cristo nos relata con cada una de sus cálidas caricias una historia de Amor, del verdadero y único Amor del gran Dios hacia el hombre, obrando una vez más el milagro de la transformación, narrándonos con entusiasmo la parábola del hijo pródigo que vuelve a casa y recibe caricias en vez de azotes.

Leo en las manos de Cristo lo que soy, una marca de dolor que él lleva muy cerca y a la cual no mira con desaprobación sino con ojos amorosos que me siguen llenado de admiración hacia un Dios amigo.