Juan proclamaba las palabras de Isaías (40,3): "Una voz clama en el desierto: Preparad el camino al Señor, allanad su calzada". Los hay que más que allanar su calzada la entorpecen para que nadie las pueda transitar.
Quien teme a los hombres, no teme a Dios. Quien teme a Dios, no teme ya a los hombres. El predicador del Evangelio debería recordar diariamente esta frase.
El precio de la gracia. El seguimiento. Dietrich Bonhoeffer
Por lo larga que se me va haciendo la vida y por tanto como he visto, se me antoja pensar que hoy día existen en las iglesias (siempre han existido y existirán) un resquicio considerable de personajes cuyas acciones y visiones sobre su feudo son comparables con las actitudes de Herodes Antipas, aquel que encarcelaba a los que le criticaban por sus malas acciones, aquellos entre los que se hallaba Juan el Bautista, que denunció públicamente que se casase con la mujer de su hermano Felipe estando éste vivo. Del mismo modo, muchos de los que tienen poder hoy día en las iglesias expulsan, condenan y disciplinan a los que señalan sus conductas nocivas. Es verdad que no se atreven a recluirlos en una habitación del templo ni denunciarlos en un juzgado, pero sí hacen al respecto lo que pueden dentro de la coyuntura eclesial.
Estos fatuos no aceptan las virtudes de los miembros, ni el discernimiento que el Señor les otorga. No dan valor a lo escrito en la primera carta de Pedro 2,9: "Pero vosotros sois raza escogida, sacerdocio real, nación santa y pueblo adquirido para que proclame las proezas del que os llamó de las tinieblas a su maravillosa luz". Piensan que los de abajo estarán de por vida sumidos en las tinieblas.
Son dictadores que gobiernan, no pastorean, que se engordan más que tomar la acción de engordar y que se creen reyes en medio de lo que consideran escoria. Son los intocables dentro del mundo de las congregaciones. Los únicos ungidos que no admiten desobediencia alguna a sus deseos. No soportan que se les lleve la contraria o que se les pida explicaciones. Se creen los amos y tratan a las personas como esclavas.
Estos Herodes Antipas que tantos conocemos, lanzan contra el grupo a sus fieles espías para averiguar lo que se dice de ellos, las nuevas que circundan por su reino para ejercer así su poder, a traición, como lo hizo el mencionado rey. Así intentan atemorizar a los alborotadores, siendo precisamente los mandamases los temerosos de que se les robe la calma y el dominio regio. A quienes se atreven a hablar para denunciar lo que ocurre, los castigan. Proclaman que la verdad no se puede compartir ni dentro ni fuera de su reino, porque hay que esperar a que la ropa sucia la laven los propios Antipas, por supuesto. Pero resulta que no ven más trapos manchados que los ajenos. Tiemblan ante cualquier oportunidad de que los otros abran sus bocas y prohíben. Así hablan siempre ellos, aunque su conversación presuma de una verborrea insoportable e insustancial, o peor aún, traten de divagaciones condenatorias hacia personas ya salvas.
Son muchos los que culpan a Herodías y a su hija de la decisión del monarca, pero fue él quien proclamó la sentencia de muerte de Juan, ¿o va a ser que las mujeres tenían entonces el poder que por otra parte se les niega constantemente? Eso sí, encontró el momento oportuno gracias a ellas y se quitó al profeta de encima. Del mismo modo, los jefes actuales buscan excusas para salirse con la suya y sancionar a aquellos que les causan estorbo en sus planes.
Me pregunto, ¿por qué estos personajes temen tanto la libertad de expresión reconocida por las leyes? Si están tan seguros de estar en la verdad, ¿qué han de temer? ¿Por qué mandan callar? Hacen esto puesto que temen a los hombres y se olvidan de temer a Dios. En el fondo, con estas prohibiciones, están reconociendo la verdad que habita en los demás. Se ve claro el miedo que sentía el rey por las acusaciones de el Bautista, ya que después de muerto le creyó reencarnado en la persona de Jesús. Reconocía el poder de la verdad que habitaba en el profeta, pues dijo: "Este es Juan el Bautista, que ha resucitado, y por eso el poder milagroso actúa por medio de él" (Mt 14, 1-2).
Juan proclamaba las palabras de Isaías (40,3): "Una voz clama en el desierto: Preparad el camino al Señor, allanad su calzada". Los hay que más que allanar su calzada la entorpecen para que nadie las pueda transitar.
Estos iluminados apartan y desprecian a los que, por causa de la verdad, no les ríen las gracias ni aplauden sus decisiones. Destierran a los molestos que no persiguen nada para sí pero sí alzan la voz de sus profecías en defensa de los otros, como Juan e Isaías. Y los destierran porque están convencidos de que morirán allí, en terreno despoblado. Actúan así por temor al poder milagroso de sus palabras. Olvidan que puede ocurrir que, tras la marcha por el desierto, encuentren la tierra prometida, sí, la que mana leche y miel.
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