Inusitada calma

Si las deslumbrantes luces de este mundo inundaran mis ojos de incandescente fulgor, aun así, desearía que tu mirada siguiera siendo el fanal al cual dirigir mi barca.

Si entre los fuegos de artificio encontrara la razón de mi contento, el motivo exacto del gozo incomprensible, pediría sin miedo, que se agotara la algarabía con tal de encontrar tus ojos posados en mí y observar la impronta del amor que me profesas, de la calma inusitada que tu mirada me otorga, la sencilla esencia de tu delicado abrazo enlazando mi desidia con tu ternura...

Ante la idea de saberme mirada por Dios percibo una carga de emoción que abriga mi desgana con un cálido trato amigo.

Las miradas son a veces más expresivas que cualquier gesto, llegando incluso a comunicar sentimientos inexpresables con palabras.

Cuando me siento a los pies de a Jesús, en mi comunión íntima con él y medito en su mirada, no tengo más remedio que caer de bruces ante mi propia incapacidad para concebir su grande amor e impregnar mis frases de agradecimiento ante esa forma tan especial con la cual me trata, me observa.

En un entorno tan superficial como lo es este mundo, se agradece que alguien no atienda tanto a tu aspecto físico y repare en lo que hay en tu interior. El agradecimiento es aún mayor cuando quien posa sus ojos en ti, observando lo profundo de tu condición es Dios mismo, te sobrecoges al sentirte contemplada con su dulzura inefable.

Hay una frase que dice: “No existe mejor espejo que un ojo amigo”.

Dios es un amigo diferente y su reflejo nos frece una imagen verdadera de lo que somos.

Sus ojos miran de una manera peculiar, no prestan atención a las múltiples manchas que portamos, a esas abigarradas arrugas que nos hacen ser personas un tanto agrias. Se detiene sin embargo a mirar la belleza que portamos y que a menudo sólo lograr ver él.

En estos tiempos que vivimos es de vital importancia encontrar miradas que nos inspiren gratitud, ojos que nos muestren la calidez con la que todos deseamos ser mirados.

Qué triste resulta la vida cuando no se encuentran esas miradas cómplices, cuando paseamos por una senda en la que todos los ojos que encontramos nos otean con desdén, sin detenimiento.

Caminamos en un mundo desbordado de personas a las que no llegamos a mirar nunca a la cara. Nuestros ojos se pierden en otras directrices y son pocas las veces que nuestra visión converge con la de otro.

Me reconforta saber y sentir que Jesús sigue reparando en mi vida.

Que él no se detiene en examinar el envoltorio que me cubre, observa más allá y contempla mi interior, para hacerme ver cuánto me ama y cuánto le necesito.