Estudio bíblico: Los libros sapienciales (II): Eclesiastés (III): capítulos 3 y 4.
Si el predicador ha dedicado los dos primeros capítulos a mostrar la vaciedad de la búsqueda de la sabiduría y del disfrute material “bajo el sol”, los capítulos 3 y 4 abordan un tema especialmente sensible como es el de la injusticia.
El autor deja de manifiesto desde el principio que en esta vida hay tiempo para todo.
La manera en que lo expresa en hebreo no indica tanto que no debemos preocuparnos porque todo se andará sino más bien que en esta vida nos puede pasar de todo.
Podemos ver cómo se curan heridas, pero también como se mata (3: 3) y, sin duda, reiremos, pero eso no nos librará de las lágrimas (3: 4) y aunque nos abracen en algún momento, también habrá otros en que no disfrutaremos de los abrazos (3: 5).
A lo largo de la existencia, viviremos muchas cosas y nos veremos obligados a preguntarnos el provecho de nuestro afán (3: 9). No sólo eso. Descubriremos que la creación de Dios es hermosa y que incluso ha puesto en nuestros corazones un deseo de eternidad, de perdurar, de continuar… que nada satisface (3: 11).
También Dios es el que está detrás de los momentos de disfrute de esta vida (3: 12-4), una vida en la que, si somos perspicaces, veremos que todo se manifiesta igual porque, a fin de cuentas, la naturaleza del ser humano es la que es y no podemos esperar que cambie (3: 15).
Hasta qué punto esto es cierto se ve cuando, mirando alrededor, contemplamos la injusticia. Que debería haber sentencias justas es obvio, pero contemplamos indecencia en su lugar y, de manera semejante, donde debería haber justicia encontramos iniquidad (3: 16).
Para colmo, se puede creer en que hay algo más, pero “bajo el sol” lo que contemplamos es que los justos y los injustos acaban muriéndose igual y que unos y otros tienen un final como el de los animales: se convierten en polvo (v. 20) y, al igual que los animales, nadie puede dejar todo “atado y bien atado” para el día después de su muerte (v. 21).
Partiendo de ese punto de vista, no puede sorprender lo que contemplamos a diario. Los oprimidos -es el sentido del texto en hebreo- lloran un océano de lágrimas pero no tienen quien los consuele.
A decir verdad, lo habitual es que la fuerza esté de parte de los que los exprimen (4: 1). Y cuando se contempla esa realidad innegable y lo que vamos viendo a medida que avanza nuestra vida resulta inevitable pensar si los que han muerto (4: 2) y los que no han llegado a vivir (4: 3) no son más afortunados porque, a fin de cuentas, se han librado de ver -y sufrir- todo esto.
Porque la vida despliega ante nosotros cuadros tremendos. Por ejemplo, hay gente excelente en su trabajo… pero sufrirá la envidia (4: 4) y no pocas veces el simple hecho de ganar algo más se paga en ansiedad y angustia añadidas (4: 6). Esas son algunas de las manifestaciones de la vaciedad que hay “debajo del sol” (4: 7) como sucede con el caso del hombre que trabaja y no tiene a quien dejar el fruto de su trabajo (4: 8).
Naturalmente, no todo es exactamente igual. Por ejemplo, el compañerismo y la amistad -no el matrimonio como algunos interpretan los siguientes versículos- son mejores que la soledad. Dos que colaboran trabajando ganan más (4: 9), se ayudan en las dificultades (4: 10) e incluso se pueden dar calor (4: 11) y enfrentarse a las amenazas (4: 12).
Pero aún así, no podemos esperar que la gente, en general, lo comprenda. Por ejemplo, un rey viejo y necio que no admite consejos es peor que un muchacho de baja condición, pero sabio y sin embargo… sin embargo, si ese joven sustituye al monarca estúpido, al principio, contará con el entusiasmo popular, pero la gente acabará descontenta con él.
Fue el caso del rey David frente a Saúl, pero también el de muchos otros. Si, inicialmente, concitaron entusiasmo y esperanzas, no es menos cierto que la gente acabó harta de ellos.
Todo esto, al final, pone de manifiesto algo relacionado con la vida “debajo del sol” y es que “esto es también vanidad y aflicción de espíritu” (4: 16).
Continuará
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