En 2015, 57 mujeres fueron asesinadas en España por sus parejas junto a la complicidad sorda de los vecinos.
Cuando Arturo Caramable oyó las sirenas de ambulancias y coches de policía, fue el primero en bajar a la calle. Al parecer, la vecina del segundo había sido agredida por su marido. Entre los comentarios de los que se fueron sumando aparecían dos hipótesis. La primera que estaba muerta. La segunda que se hallaba malherida. Por desgracia no tardó en confirmarse la primera.
Varias cadenas de televisión se presentaron con celeridad en la escena. Algunos de los congregados se apartaron para evitar el compromiso de tener que salir en televisión y dar la cara. No así Arturo Caramable que, más bien, se acercó a uno de los corresponsales para preguntarle de qué cadena era y a qué hora salía el programa. La entrevista se produjo más o menos de la siguiente manera.
—¿Conocía usted a su vecina?
—Por supuesto, a ella y a su marido, un buen chico, normal. No lo dude.
—¿Cómo es el esposo? ¿Le notaron ustedes, los vecinos, algún comportamiento extraño?
—Es un hombre normal, amigable, saludando siempre, trabajador, agradable con todo el mundo, educado, muy majete. La verdad es que no puedo decir otra cosa, como le he dicho, un hombre normal. Ella era más reservada, más sosa, apenas hablaba, siempre tristona, cara rara. No se notó nada, no.
—¿Alguna vez les oyó usted discutir, golpes...?
—Nada, absolutamente nada, como le digo.
Arturo Caramable no sabía que su esposa y la mujer fallecida se veían cuando buenamente podían y hablaban. Porque mientras todos parecían estar sordos, ella sí que oía los gritos en las discusiones, los portazos, los insultos, los golpes, las humillaciones. Por eso había llamado a urgencias. Por eso, cuando la oyó pedir socorro por primera vez corrió al baño atemorizada y con tembleque en las manos marcó el 112. Con un hilo de voz entre temeroso y paralizado quiso hacer la denuncia pero por más que se esforzaba no le salían las palabras. La garganta completamente agarrotada. La lengua pegada al paladar. Tres veces tuvo que repetir el mensaje para que la entendieran. Era ella la que escuchaba siempre a su vecina, sí. Ella era la que se daba cuenta de todo lo que le pasaba porque estaba viviendo la misma historia. Se temía lo peor y acertó.
Su marido, sin saber nada aún, la llamó estúpida al verla salir del baño en aquél estado y no le permitió salir a ver.
Asomada al balcón se le confirmaron sus sospechas. Observó cómo su amiga salía a la calle por última vez, tapada de cuerpo entero con una sábana térmica de aluminio y le pareció muy poca cosa siendo la muerte algo tan grande. Momentos después salió él, esposado y con la cabeza cubierta con su particular chamarra. "Asesino", pronunció entre dientes, entre sollozos y lágrimas. Pero no bajó. Su marido le había dicho que se quedara, que él iría a enterarse de todo, que permaneciera en casa. Y eso hizo, quedarse.
Cuando a Arturo Caramable cumplió con todos los micrófonos allí congregados contando su particular historia y no le quedaban más declaraciones que hacer, subió a su piso y lo encontró vacío. Llamó a su mujer con insistencia y no recibió respuesta. Aturdido y sin saber donde buscarla, pensó, y pensó mal, que volvería pronto, que esa imbécil no tenía donde ir y que en menos de lo que canta un gallo la tendría a sus pies pidiéndole perdón por haber salido un rato sin su consentimiento. Pero el rato se hacía cada vez más largo, las horas pasaban y él, como un estúpido con el ego por las nubes, se entretenía viendo la tele, pasando de un canal a otro, mirándose y escuchándose embelesado en sus declaraciones. Hasta que en una de aquellas imágenes en diferido, mientras él sonreía a la cámara, le pareció verla salir del portal con la mochila a cuestas. Sí, era ella. No podía ser otra. Y es que su mujer obedeció y se había quedado en casa, sí, pero no de brazos cruzados. No, porque había llegado el momento y, sobre todo, le habían llegado las fuerzas que hasta entonces le faltaron.
Fue al verla cuando la expresión de la cara de Arturo Caramable se mudó, cuando la comisura de su boca se arqueó hacia abajo, cuando se quedó sin víctima hacia la que volcar sus frustraciones. Arturo Caramable estaba solo y ya no parecía tan fiero, tan valiente y tan grande. Estaba solo como se debía haber quedado siempre, como siempre deberían estar los maltratadores, aunque sus vecinos les llamen hombres normales.
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