Dos peregrinaciones. Dos destinos. Uno terrible, el otro dichoso.
En la Edad Media las peregrinaciones fueron uno de los ejes alrededor del cual giraba la vida de muchas personas. Los grandes focos estaban en Europa, como Roma o Compostela, o en Tierra Santa, como Belén y Jerusalén. Detrás de la idea de peregrinación estaba la de tránsito de un lugar a otro, de un sitio de partida a una meta de llegada y en ese sentido la peregrinación se convertía en una metáfora de la vida, que es el tránsito que va desde el momento del nacimiento hasta el de la muerte. De ahí que nuestra vida se pueda definir como una peregrinación, que puede ser de dos clases, o condenatoria o salvadora, sin que haya una tercera.
La peregrinación condenatoria es el resultado natural de la condición pecaminosa del ser humano, tal como Dios le dijo a Adán nada más caer: 'Polvo eres y al polvo volverás.'i En esas palabras destaca el paso de un estado a otro, paso que no es glorioso sino humillante, porque es consecuencia del fracaso del hombre. La vida se resume, pues, en un ir de la nada a la nada, siendo el intervalo la peregrinación.
Esta clase de peregrinación puede ser inconsciente o consciente. La peregrinación condenatoria inconsciente es la que se efectúa alocada e irreflexivamente, centrada en los bienes materiales y en su importancia suprema. Es la que tiene por divisa: 'A vivir que son dos días.' Es el tipo de peregrinación que da por consistentes las cosas que en realidad pueden desvanecerse en un abrir y cerrar de ojos. Lo insignificante se considera importante y lo verdaderamente importante se considera sin valor. El valor de la vida se mide por el provecho inmediato que pueda obtenerse de ella. Está bien reflejada en la afirmación de Esaú: 'Yo me voy a morir; ¿para qué, pues, me servirá la primogenitura?'ii
Sin embargo, también existe la peregrinación condenatoria consciente, que es la que extrae provechosas lecciones sobre la fragilidad de la existencia. Es una reflexión sobre la condición humana, en su mortalidad y pecaminosidad. Hay algo grave en esta meditación, algo que impone y abruma. Pero no es un temor imaginario basado en tétricas fantasías, sino que es verdadero y está basado en premisas y expectativas realistas. En esta meditación se compara a la vida con la hierba, con el humo o con el sueño, cosas todas ellas de poca consistencia y durabilidad. De esa consideración surgió la conclusión a la que llegó Moisés, cuando escribió: 'Enséñanos de tal modo a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría.'iii
Cada ser humano vive su vida, que es su peregrinación condenatoria, en forma irreflexiva o reflexiva. Suele ocurrir que la actitud irreflexiva se burla de la reflexiva, porque considera que es una tontería pensar en el más allá y torturarse con disquisiciones que no llevan a ninguna parte, prefiriendo vivir el día a día a tope, sin nada que lo ensombrezca. Sin embargo, la peregrinación reflexiva es preparatoria y prólogo de otra que bien puede llamarse peregrinación salvadora.
Esa peregrinación salvadora es la afirmada por los patriarcas en sus declaraciones ante terceros. Es la que profesó Abraham ante los heteosiv, cuando les compró el sepulcro para Sara, o la de Jacob ante Faraón, cuando llegó para quedarse con su hijo Josév. Aunque el primero estaba en la tierra de Canaán cuando la hizo y el segundo en Egipto, ambos consideraron que ninguno de esos lugares eran en realidad su meta. Ellos estaban en tránsito hacia otra parte. Su vida era una peregrinación que ni Canaán ni Egipto podían colmar. Nada en este mundo podía compararse a la patria celestial, prometida en el llamamiento que habían recibido. Un llamamiento resultado de la gracia de Dios, que los había sacado de la peregrinación condenatoria en la que habían vivido.
Las palabras extranjero y peregrino que los patriarcas emplearon para resumir su existencia en este mundo son muy significativas. Parecen iguales, pero hay un matiz de diferencia entre ambas. La primera, extranjero, denota el origen. La segunda, peregrino, denota el destino. Por la primera estaban diciendo: No soy de aquí. Por la segunda estaban diciendo: No me quedo aquí. Son las dos palabras que emplea el apóstol Pedro para describir a los cristianosvi en su paso por este mundo.
Dos peregrinaciones. Dos destinos. Uno terrible, el otro dichoso. Estamos abocados a la primera peregrinación, la condenatoria, por causa de nuestro estado de pecado. Acaba en un final espantoso. ¿Habrá alguien que reflexione sobre ello? Si es así, hay otra peregrinación. Es para salvación y gloria, que Dios ha hecho posible por medio de la muerte salvadora de Cristo y a la que llama a muchos por la predicación del evangelio. Atiende ese llamado, abandona la primera y emprende la segunda.
i Génesis 3:19
ii Génesis 25:32
iii Salmo 90:12
iv Génesis 23:4
v Génesis 47:9
vi 1 Pedro 2:11
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