Que algo va mal lo puede ver hasta un ciego; la cuestión es descubrir el origen de ese mal y encontrar una solución.
Es sabido que en medicina tiene importancia vital el que ante una enfermedad, especialmente si es grave, se efectúe un diagnóstico correcto. En la medida en que éste sea verdadero, el remedio será eficaz. Es seguro que si el diagnóstico es equivocado el remedio también lo será, con las fatales consecuencias que eso tiene. No obstante, puede suceder que el diagnóstico sea correcto y no haya remedio, por la profunda gravedad del mal. Lo que es indudable es que no puede haber dos o más diagnósticos correctos, lo cual limita el remedio a uno solo.
Este principio es válido también para el mal de carácter moral que aqueja al ser humano individualmente y a la humanidad en conjunto. Que algo va mal lo puede ver hasta un ciego; la cuestión es descubrir el origen de ese mal y encontrar una solución. Y aquí es donde surgen multitud de respuestas para ambas cuestiones. Pero de entre esa variedad de soluciones sólo una puede ser verdadera, del mismo modo que ocurre en medicina con la enfermedad.
La Biblia muestra en qué consiste nuestro mal y cuáles son sus consecuencias. En cierto lugar dice lo siguiente: 'Estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos; y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás.'i
La primera palabra que describe nuestro estado es muerte. No se trata de debilidad, decaimiento o flojedad sino de muerte. Tal muerte puede ser llamada precedente, porque precede a la otra muerte, que es la física, la cual puede llamarse consecuente. Hay muerte física porque previamente ha habido muerte espiritual, consistiendo ésta en el corte total que nos unía a la fuente de vida, que es Dios.
Ese estado de muerte espiritual tiene una causa, que son nuestros delitos y pecados. Es decir, el transgresor es el causante de la ruina en la que está sumido. Mientras que todas las criaturas en el universo material experimentan la muerte, desde la planta y el animal hasta la estrella, el hombre no sólo la experimenta sino que la origina, lo cual entraña una componente de culpabilidad que las otras criaturas no tienen. Es decir, el ser humano no solamente muere, sino que muere como culpable.
Andar en delitos y pecados significa una continuidad en los mismos, un apego, una forma de vida. Es permanecer en ellos, no simplemente como algo instantáneo u ocasional, sino como un hábito que ha echado raíces.
Esa andadura es acorde a la corriente de este mundo, que es el régimen bajo el cual este mundo se mueve y funciona, imprimiendo su dirección e inclinación a todos los que lo componen. De la misma manera que un río poderoso arrastra consigo todo lo que está muerto, así este mundo arrastra, con su fuerza, a todos los seres humanos, porque están muertos.
Quien domina todo este escenario es un jefe, al que se le llama príncipe de la potestad del aire, título que se refiere a Satanás, el cual supervisa, gobierna y actúa en este entorno de pecado, muerte y desolación que es el mundo.
Pero además de esas dos fuerzas externas, mundo y diablo, hay otra interna que tira poderosamente de nosotros, que es la carne. Es la fuerza motriz interior que nos lleva al desorden moral, al seguir las codicias y pasiones que nos empujan en la mala dirección. Hacer la voluntad de la carne significa que ésta se ha convertido en un amo al que hemos quedado sometidos, igual que un esclavo está sujeto a la voluntad de su dueño.
Hijos de ira es la expresión que indica el futuro que nos aguarda, a consecuencia de todo lo anterior. De la misma manera que una madre transmite a su hijo su propia naturaleza, así la ira sella nuestro destino final.
¡Qué diagnóstico y qué panorama más aterrador! ¿Habrá solución?
'Pero Dios, quien es rico en misericordia, a causa de su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en delitos, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos) y juntamente con él nos resucitó y nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús, para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús.'ii
Ese pero, una palabra tan corriente e insignificante, con el que se abre el pasaje, es lo que hace la diferencia. ¡Y qué diferencia! Porque muestra de dónde viene nuestro remedio. Siguiendo la lógica estricta, la conclusión sería que de Dios no ha de venir, ya que al ser justo y el ultrajado debería tratarnos como merecen nuestro hechos. Sin embargo, y aquí está lo maravilloso, es de Dios de quien surge la intervención a nuestro favor. Y así, ese pero de Dios se convierte en su impedimento para evitar nuestra ruina.
Ese pero es fruto de su misericordia, que además de ser un sentimiento de compasión se torna en acción, al entregar su gran recurso, su Hijo Jesucristo, para hacer posible lo que de otra manera sería imposible. Se trata de un amor realista, porque nos ve en nuestro estado y a pesar de ello, o por causa de ello, actúa en nuestro favor. Es un amor eficaz, porque anula el mal, al otorgarnos vida.
El remedio de Dios sobrepasa con creces el daño que ha efectuado el mal, porque no solamente lo anula sino que añade bendición y gloria. Ese remedio tiene tres etapas desde nuestra perspectiva: Vida, resurrección y glorificación. Aunque desde la perspectiva de Dios es un acto único y ya terminado.
El remedio tiene a Cristo como centro y eje, lo cual significa que fuera de él no hay solución posible. La expresión juntamente con él enseña que lo que le sucedió a Jesús es lo mismo que le sucederá a los que están unidos a él. De modo que la resurrección de él será la resurrección de ellos y la glorificación de él será la de ellos.
En todo esto hay algo que nosotros hemos de hacer, aunque en último análisis incluso nuestra participación es un don que viene de Dios. Ese algo es la fe, es decir, la confianza en el diagnóstico y remedio propuesto por Dios. Del mismo modo que el paciente ha de ponerse en manos del médico, así el pecador ha de ponerse en manos de Dios para que él le aplique la solución.
Los que rechazan el diagnóstico y el remedio se condenan doblemente a sí mismos. Lo primero por sus pecados; lo segundo por el rechazo mismo. Pero los que aceptan lo uno y lo otro experimentan ya la bendición, que tendrá su colofón en lo que está por venir.
i Efesios 2:1-3
ii Efesios 2:4-7
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