Prendidos a la existencia, cuesta doblegarse a la triste idea de desprendernos de las herramientas de trabajo rutinario y poner punto final a la trayectoria que llamamos vida.
Ha llegado la hora. Suena una lejana canción que recuerda a los que nos quedamos, la melodía de quien parte a un eterno lugar.
El dolor se vuelve silencio, mezclando la congoja con un prolongado gesto de añoranza. Se deshacen las manos en agitado movimiento.
Enmudecen las palabras que aderezadas por la sal, callan en un punzante monólogo de adioses.
Fingimos entereza, pero nuestras miradas salpican la tristeza que no puede ser camuflada, el penetrante dolor que siente el humano frente a la ausencia de vida.
Ésta vida es lo único que conocemos, el único escenario para representar el guión que cada cual tiene asignado.
Prendidos a la existencia, cuesta doblegarse a la triste idea de desprendernos de las herramientas de trabajo rutinario y poner punto final a la trayectoria que llamamos vida. Es duro ver a quien se ama partir hacia un espacio desconocido y aun sabiendo cuan provechoso nos será vivir allí eternamente, aturde y acongoja esa precipitada e ineludible partida.
El gran viaje siempre produce pesar entre quienes han de despedir al ser querido. Una vez llegado el momento del adiós, se entrelazan la impotencia y el pesar, la temida soledad con el abatimiento.
¿Quién pudiera segmentar el dolor para que no duela tanto?
Hurgar en el ayer, escarbar para entresacar una sonrisa, una palabra, una conjugación idónea y así poder paliar el desorden de emociones.
La muerte siempre provoca una turbadora añoranza.
Concebir que la vida es la antesala de lo eterno hace que los adioses no sean tan dolorosos, aun así, vivir separado de la persona a quien tanto se ha querido, que ha compartido parte de su historia junto a ti, sigue siendo un bocado agrio.
Las despedidas portan las credenciales del silencio más triste, de la entrecortada respiración, del olor penetrante a vida vivida y sesgada, a flores apiñadas en un ramillete reseco, a galernas inesperadas que azotan las ventanas del alma.
Para quienes conocemos Al Verdadero, sabemos cuán excelente es la vida que nos aguarda tras la muerte. La esperanza de una eternidad sin pesares, sin congojas, sin adversidades. Un eterno gozo inexpresable del que dispondremos aquellos que hemos decidido acunar a Dios en nuestros corazones.
Sin embargo, duele ver marchar a quienes nos preceden y no poder aprovechar más tiempo junto a ellos.
La muerte es sólo un tránsito, pero: ¡Qué triste resultan las despedidas!
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