Soy consciente de que abarco un significado incompleto del evento porque mi mente no puede abrazar todo su contenido y su mensaje, aunque sí lo esencial: El nacimiento de Jesús en mí.
Mi Navidad de entonces o mi antigua Navidad no era la verdadera si la miras con ojos de cristiano comprometido. Yo era una niña ilusionada pero sin conocimiento. Con pocos años lo más importante de estas celebraciones era el aroma a borrachuelos que colmaba el espacio cuadrado de mi patio, la copita de anís mezclada con agua que nos ofrecían a los niños en Nochebuena, el sonido de la zambomba en una casa cercana y la recepción de regalos.
Corría de prisa la segunda mitad del siglo XX. Vivíamos en una casa de vecinos de la calle Feijóo, en el barrio de la Trinidad. Aún existe, ya remodelado, conservando la misma estructura de entonces, una joya. De allí me vienen estos primitivos recuerdos.
Navidad. Por aquel tiempo la radio era un tesoro, el único enlace con el mundo exterior. Rememoro los ratos que pasaba sentada junto a ella, escuchando los cuentos que transmitían por la tarde, sobre todo en Nochebuena y los villancicos que sonaban en las pocas emisoras existentes. Se usaba la imaginación, a nuestra edad estaba toda por estrenar, pues intentábamos ver a los personajes a través de las rendijas, sabíamos con toda seguridad que estaban ahí dentro, escondidos, resistiéndose a dar la cara. Por supuesto, no existía la televisión, al menos en nuestro ambiente más cercano.
Tarde de cabalgata. ¡Cuántas veces contaba los días que faltaban para verla! Salíamos en su busca corriendo ya que pasaba muy cerca de casa. Aún me acuerdo de aquellas carrozas colmadas de regalos y yo esperando ilusionada que alguno me cayera encima para abrazarlo.
Noche y mañana de Reyes. Padres e hijos dormíamos en la misma habitación. Por la mañana mi hermano Fernando y yo nos levantamos al clarear el día para ver los juguetes, apenas habíamos cerrado los párpados. No podíamos. Después de disfrutar un rato con lo que Melchor y Gaspar (Baltasar estaba reservado a mis futuros hermanos Luis y Belén), nos habían traído, mi padre picaba dos tabletas de chocolate mientras mi madre, que era muy exagerada en todo, calentaba una olla grande con leche para el desayuno, pues más que cuatro parecía que éramos diez o doce en casa. Los muñecos eran los mismos de un año para otro, quizá con mucha suerte alguno nuevo aparecía sobre el aparador. Aquellos presentes se cuidaban como oro en paño y al llegar la noche, bueno, mucho antes de que llegara la noche, se volvían a guardar en lo alto del ropero hasta el año siguiente. Este método era infalible, imposible que se ensuciaran, rompieran o se estropearan. El resto del año jugábamos con los demás niños, no como ahora que los entretenimientos están enfocados al disfrute en soledad y la vida es menos compartida.
Ese día de Reyes los fotógrafos venían a las casas por la mañana temprano para retratarnos y yo salía casi siempre triste porque no me gustaba aquel moño improvisado que me hacían, me sentía mayor y no quería crecer todavía.
Así eran mis fiestas, divertidas, con la mirada fija en el seis de enero, más interesadas en los bienes materiales que en la propia fe, narrada aquí de manera infantil, soy consciente de ello. Reconozco mi falta de fe de aquel entonces. Ahora veo como los niños que asisten a la iglesia conocen el verdadero sentido. Agradezco que hace ya muchos años, el Señor se me mostró de otra manera. Soy consciente de que abarco un significado incompleto del evento porque mi mente no puede abrazar todo su contenido y su mensaje, aunque sí lo esencial: El nacimiento de Jesús en mí.
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