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Una razón para vivir y para morir

Frente a la impotencia occidental para proponer otra cosa que no sea el estado del bienestar y frente a la fanática propuesta del yihadismo, la respuesta que proporciona el evangelio sigue tan vigente hoy como ayer.

CLAVES AUTOR Wenceslao Calvo 09 DE DICIEMBRE DE 2015 09:50 h

El pensamiento occidental, al haber reducido la existencia humana básicamente a lo material, proporciona a sus seguidores una razón para vivir que, lógicamente, tiene que ver sólo con lo tangible. Esa razón se sintetizaría en una frase: El estado del bienestar. La vida, por tanto, consistiría en el bienestar social y económico, donde las contingencias amenazantes que puedan ponerlo en peligro queden conjuradas, cubiertas las necesidades materiales y garantizadas las prestaciones para una buena vida. El artífice de ese estado de bienestar es el Estado, es decir, la entidad política soberana y todo lo que pueda perturbar ese modelo es considerado el enemigo público número uno.



Pero esta forma de entender la vida presenta un gravísimo problema, al no poder responder al hecho universal del sufrimiento y la muerte. El primero, como mucho, sólo puede ser paliado o esquivado hasta cierto punto y la segunda simplemente es inconquistable. De ahí que ambas realidades, al presentarse, ponen en evidencia los débiles cimientos en los que el estado del bienestar está basado. De ese modo, el pensamiento occidental provee una razón para vivir, pero ninguna para soportar la adversidad y mucho menos para morir. Pero incluso su razón para vivir manifiesta una total precariedad, ya que el mundo perfecto no existe ni puede existir aquí abajo de forma indefinida, y su falta de razón para morir manifiesta una carencia total, ya que el ser humano mortal necesita tener una razón o causa para enfrentar la muerte.



Y aquí es donde el archi-enemigo en que se ha convertido el terrorismo yihadista tiene una ventaja esencial sobre Occidente. Ellos tienen una razón para vivir y una razón para morir. Inmediatamente diremos que se trata de una razón equivocada, y ciertamente es así, pero la cuestión es que la tienen, por lo cual no les importa perder la vida con tal de llevar su causa adelante.



El contraste entre Occidente, con sus débiles y nulas razones que dan sentido a la vida y a la muerte, y el yihadismo, con sus enérgicas razones que sí se la dan, es lo que explicaría el hecho de que tantos jóvenes musulmanes, nacidos en Occidente, hayan encontrado en ese movimiento una causa a la que entregar su existencia. Nuestro sistema occidental es válido para materialistas, pero para personas que buscan algo más es totalmente inservible.



Lo que explica la aparición, en el mundo occidental en la década de los sesenta del siglo XX, del movimiento hippy, es precisamente el anhelo de encontrar un propósito más profundo y una alternativa a un modo de vida basado en el consumismo y los convencionalismos sociales. Aquella generación juvenil se rebeló en contra de unos patrones de pensamiento incapaces de insuflar en el espíritu humano nada trascendente. Porque ese ansia que hay en el corazón no puede quedar saciada con nada que sea intrascendente, pues no sólo de pan (o de bienestar económico) vivirá el hombre. Por eso aquella generación hippy, a la que el que esto escribe perteneció, buscó en las filosofías orientales, en las experiencias sobrenaturales y en todo tipo de creencias esotéricas, respuestas a las vitales preguntas que la sociedad occidental no podía responder. Claro que al aventurarse por esos derroteros se adentró en arenas movedizas y territorios oscuros donde el engaño espiritual es lo hegemónico. Mas Dios, en su gracia, salió al encuentro de muchos de nosotros, revelándonos la verdad en su Palabra, mostrándonos nuestro estado de perdición y señalándonos el remedio en su Hijo Jesucristo.



Los historiadores han tratado de explicar por qué pudo el cristianismo vencer al imperio romano pagano en los primeros siglos de la era cristiana. Según sea la persuasión de tales historiadores, así darán una respuesta u otra. Pero lo evidente es que un movimiento joven en el tiempo, sin recursos materiales ni sociales, derrotó a una fuerza muy superior que quería extirparlo totalmente. ¿Cómo pudo ocurrir algo así, que lo insignificante venciera a lo abrumadoramente poderoso?



La solución está en que el cristianismo proporcionó a sus seguidores una razón para vivir y para morir. Esto es, una causa suprema que daba sentido y propósito a su existencia en este mundo y más allá de este mundo. Eso hacía a los cristianos invencibles, no habiendo persecución, ni tortura, ni muerte que pudiera doblegarlos. El paganismo, en cambio, sólo ofrecía una perspectiva de la vida basada en satisfacer los deseos sensuales de la plebe: Pan y circo, que era el estado del bienestar de entonces. Eso explica las razones de su fracaso.



Por eso, frente a la impotencia occidental para proponer otra cosa que no sea el estado del bienestar y frente a la fanática propuesta del yihadismo, la respuesta que proporciona el evangelio sigue tan vigente hoy como ayer. Y creo que, al igual que en mi generación, Dios, en su gracia, hará posible lo escandalosamente imposible: Salvar a yihadistas por el poder regenerador de su evangelio. No en vano ya salvó en el pasado a un ciego religioso como Saulo de Tarso y lo hizo un instrumento para su gloria.


 

 


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