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Babette y el festín de la Gracia

La historia nos presenta una comunidad luterana de rasgos pietistas –el término puritano se usa más bien en el mundo anglosajón y no es lo mismo que pietista–.
MARTES AUTOR José de Segovia Barrón 04 DE DICIEMBRE DE 2012 23:00 h

Hay cosas que uno no las entiende, hasta mucho tiempo después. Puede saber de lo que tratan, a lo que se refieren, pero en realidad no ha comprendido nada. Así ocurre con algunas historias, como El festín de Babette –el film danés, basado en un cuento de Karen Blixen, que ganó un Oscar hace veinticinco años y vuelve ahora a los cines en una versión restaurada–. Vi la película, cuando se estrenó en 1988 en los cines Alphaville de Madrid y la he vuelto a ver en algún pase de televisión, pero no la había entendido hasta ahora.

Me temo que eso es lo que les pasa a los que ven este relato como un clásico de la gastronomía en el cine. Disfrutan de ver a Stéphane Audran cocinando –la actriz francesa presentó la copia en el festival de San Sebastián, donde recrearon incluso sus platos–, pero no ven su dimensión de parábola. Lo mismo les pasa, por otro lado, a los católicos que se empeñan en ver el misterio de la transustanciación en la historia de esta escritora de origen luterano –que firmaba con el seudónimo de Isak Dinesen y murió ahora hace medio siglo–.

Es cierto que con El festín de Babette el veterano realizador danés Gabriel Axel –nació en 1918 y trabajaba en la televisión desde los años cincuenta–, se coloca en la mejor tradición de directores nórdicos –como Bergman o Dreyer–, que han tratado el tema de la fe. Aunque si esta obra es ya un clásico contemporáneo, es porque nos interroga cada vez que nos acercamos a ella. A algunos les habla del valor del arte o la alegría de la vida, pero a otros del asombro de la gracia y el amor perdido.

LEJOS DE ÁFRICA
Como muchos lectores, conocí a Blixen por sus Memorias de África –maravillosamente llevadas al cine por Sydney Pollack en 1985, donde Meryl Streep interpreta a la escritora y Robert Redford a su amado cazador inglés Denys Finch Hatton–. El libro me llevó a otros textos –como sus Cuentos góticos, a medida que crecía mi curiosidad por una figura tan admirada por autores como Javier Marías –que tradujo su Ehrengard–. Sus fotos en los años cincuenta con Ernest Hemingway, o Arthur Miller y Marilyn Monroe, muestran la popularidad que tenía la delgada baronesa, cuando escribió El festín de Babette.

Aunque nació en Dinamarca en 1886, Karen se casó con un primo lejano, que era barón –de ahí lo de baronesa–, estableciendo una plantación de café en Kenia. El matrimonio tuvo tantos problemas, que se separó a los seis años. Ella tiene entonces una relación apasionada, pero llena de altibajos, con un aristócrata británico, cazador de leones, que muere en un accidente de aviación en 1931. Se dedica a partir de ese momento a escribir –primero en inglés, luego en danés–, mientras se encarga de la granja, hasta que se ve forzada a venderla y regresar a su país, tras la segunda guerra mundial.

La película de Axel traduce fielmente el relato –que atribuye a Blixen, aunque lo firma como Dinesen–. Lo sitúa en Jutlandia, en vez de Noruega –como la novela original–, pero sigue al píe de la letra muchas de sus descripciones. Se toma la libertad de doblar el espacio temporal –para convertir a las hermanas protagonistas en dos ancianas– y difumina el pasado revolucionario de Babette –las pétroleuses eran mujeres acusadas de quemar gran parte de París durante la Comuna, donde perdió a su marido y su hijo–, pero es una fiel adaptación del libro.

AMBIENTE PIETISTA
La historia nos presenta una comunidad de origen luterano de claros rasgos pietistas –el termino puritano se usa más bien en el mundo anglosajón y no es exactamente lo mismo que pietista–. El padre de estas dos hermanas se ve claramente que es pastor de la iglesia luterana –que mantiene a veces este tipo de grupos dentro de sus parroquias–. Sus hijas se llaman Martine y Philippa, en homenaje a Martin Lutero y Philip Melanchton. Son personas piadosas, pero también caritativas –emplean sus pequeñas rentas en obras de beneficencia–, pero todo en esta comunidad tiene un aire oscuro y austero. Piensan todo el tiempo en la Nueva Jerusalén, a la que cantan como su verdadero hogar.

Como en muchas comunidades pequeñas, la vida de la familia gira en torno a la iglesia. La virtud y el sacrificio no son cosas que se dicen, sino que se viven. Estas chicas no van a bailes, ni a fiestas. Los jóvenes que quieren verlas, tienen que ir a la iglesia. En el rebaño de este sonriente pastor, se nos dice que el matrimonio tiene poco valor, puesto que al amor se le quita todo contenido romántico. Su belleza se convierte en algo etéreo, que no tiene nada que ver con lo físico.

Te llama la atención cómo el pastor ve natural que estas hijas dulces y buenas se queden solteras, para cuidar de él. Su misión en la vida es continuar la labor del padre, manteniendo su veneración. Pierden la ilusión y el futuro, renunciando al amor, tanto de un oficial de caballería como de un cantante de ópera. El padre no rechaza, de entrada, a ninguno de ellos –aunque el segundo fuera “papista”–, sino que ellas mismas están tan condicionadas, que no hace falta que se les prohíba directamente nada.

AMORES PERDIDOS
El teniente Lorens Loewenhielm es un aficionado al juego, que al ser mandado con su piadosa tía, ansía una vida “más elevada y pura” con Martine, “sin secretos ni remordimientos molestos de conciencia”. Como él nunca se ha considerado “espiritual”, ve problemático compaginar su amor con sus aspiraciones. Así que se despide, para conocer otras cosas, puesto que “se ha dado cuenta que la vida es despiadada y algunas cosas son imposibles”.

Achille Papin es una estrella de Paris, que le enseña a cantar a Phillipa un aria del Don Giovanni de Mozart –en contraste con los himnos que se usan constantemente como medio de escape, en los momentos de tensión–. Ante el menor atisbo de atracción, la chica rechaza esos sentimientos, convencida de que actúa correctamente. El padre no le prohíbe nada. Es ella la que le dice que no quiere recibir más clases. No hace falta que le pregunte nada, para indagar en los motivos de su renuncia. Ella ha elegido, según se le ha enseñado. Otra cosa le hubiera parecido pecado. Consciente, el padre comunica su decisión lo antes posible.

Se quedan así haciendo punto, mientras su padre lee la Biblia. A su muerte, mantienen su herencia viva. Quince años después, aparece en la puerta una frágil y pálida mujer, Babette, que huye de París en medio de la guerra civil. La envía, como sirvienta, el cantante de ópera, que ahora “célibe y canoso, espera que en el Paraíso pueda volver a oír su voz, sin temores ni escrúpulos, como Dios quería que cantara”. Aunque las hermanas no tienen medios para pagarla, ella accede a trabajar para ellas, gratis.

INVITADOS A UN BANQUETE
Durante doce años, el único contacto que Babette mantiene con Francia es un billete de lotería que recibe como regalo. Sirve así a las hermanas y a la comunidad en sus austeras costumbres. Los hermanos se han vuelto cada vez más irritables, teniendo continuos choques. Uno cree haber sido estafado por otro, dos mujeres llevan una década sin hablarse y se descubre un adulterio ocurrido hace treinta años entre dos miembros de la comunidad. “La intolerancia y el desacuerdo reinan entre nosotros”, dicen las hermanas. Se reúnen fielmente para cantar himnos, pero la Palabra brilla por su ausencia y dudan si serán perdonados por sus infidelidades.

La noticia de que Babette ha ganado la lotería coincide con las preparaciones de la celebración del centenario del pastor, para intentar que vuelva la armonía y la comunión fraternal. Cuando ella les dice que quiere preparar una cena francesa, las hermanas se resisten – ¿no comen los franceses ranas? –. Como es lo único que les ha pedido en todos estos años, acceden a sus deseos, pero descubren con horror la llegada de codornices y una tortuga viva, además de una cabeza de vaca, acompañada de cajas de vino y champán, que les producen auténticas pesadillas. Ven con temor cómo van a ser “expuestas a fuerzas peligrosas”, en un “aquelarre de brujas”.

En su espiritualidad, piden “que el cuerpo sea esclavo del alma” y se proponen “no saborear nada”. Ya que, según su peculiar interpretación del Evangelio, “como en las bodas de Caná, la comida no tiene importancia”. Babette organiza así todo un festín, para gente que no valora en nada sus manjares ni delicadezas. Como tantos evangélicos, prefieren el agua al amontillado y el champán les parece “una especie de gaseosa”.

Sólo hay una excepción, el ahora general Lowenhielm ha podido venir a la fiesta, ya que está visitando a su tía. Es él quien reconoce en uno de sus platos la especialidad exquisita de una mujer que fue chef en uno de los más reputado restaurantes de París, que no es otra que Babette.

SORPRENDIDOS POR LA GRACIA
Aunque nadie habla de la comida y la bebida, el ambiente se hace más cálido. Uno confiesa que “era un perdido juerguista hasta que conoció al pastor y escuchó su primer sermón”. Otro hermano confiesa a un tercero que realmente le estafó y las dos mujeres que no se hablaban, se encuentran en animada conversación. Ante el eructo de otra hermana, uno prorrumpe: “¡Aleluya! Es entonces cuando el general se levanta para hablar con un discurso, donde está la clave de la historia. Sus palabras giran en torno al salmo favorito del pastor. Su mensaje es el descubrimiento de la gracia.

“El hombre en su debilidad y miopía, cree que tiene que tomar decisiones en la vida. Temblamos ante las opciones que tenemos que tomar en la vida. Y después de haber elegido, tememos habernos equivocado. Pero llega el momento cuando se nos abren los ojos y nos damos cuenta de que la gracia es infinita. Sólo tenemos que esperarla con confianza y recibirla con gratitud. La misericordia no impone condiciones. Todo lo que hemos elegido, nos es concedido, pero todo lo que hemos rechazado también nos es dado. Sí, incluso aquello que hemos rechazado. Porque la misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron” (Salmo 85:10).

La gracia es libre e incondicional, pero tiene un precio. No es una gracia barata. Descubrimos al final que la fiesta le ha costado todo a Babette. No podemos comprar la dicha, pero alguien ha pagado por ella: Cristo Jesús. Es en la cruz donde “la misericordia y la verdad se encontraron; la paz y la justicia se besaron”. El general se da cuenta entonces de que “todo es posible”.

La cena acaba con los hermanos cantando un himno evangélico alemán, antes de salir unidos de la mano, en un baile bajo el cielo estrellado:

El que deja actuar al amado Dios
Y siempre espera en Él
Será guardado de manera milagrosa
En medio de necesidad y tristeza.
Quien confía en el Dios altísimo
No ha construido sobre arena.

Que guarde silencio, esperando,
Y se regocije en su interior
Cómo la gracia soberana de nuestro Dios
Y su omnisciencia le son propicias.
Dios, que nos ha escogido para sí,
Sabe muy bien lo que nos falta.
 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

Yo
09/12/2012
18:22 h
2
 
Qué agradable leer este artículo!. Gracias
 
Respondiendo a Yo

Olmedo
06/12/2012
14:41 h
1
 
Desde que la ví hace 24 años me ha quedado en el recuerdo ese buen sabor de voca y buen sabor de alma con el que sales del cine. Recomiendo mucho a los creyentes que vayan a ver esta maravillosa película. ¡Que alegría que la repongan! porque llevo 24 años buscándola en los videoclubs y no la encontré nunca. Espero conseguirla ahora. ¡Os vendrá muy bien verla, de verdad, es todo un testimonio de gracia!.
 



 
 
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