Pude observar como el alma de mi amiga traía enganchada tres arañas espirituales con el espeluznante propósito de ir rodeándola con sus hilos y destruirla poco a poco.
Hace unos días, mi amiga y yo, cumplimos la promesa de hacer una excursión a pie, una quimera que teníamos pendiente desde hacía años. Comenzamos la ruta por el Gran Jardín Botánico y aunque era un día precioso con sol radiante, brumas matinales insistían en planear sobre nuestras cabezas.
En vez de las de sol, ese día llevaba en mi mochila las gafas equivocadas. Es posible que con las prisas hubiese guardado un modelo especial, un prototipo que todavía se hallaba en estudio y que mi marido estaba investigando, o quizá fue él quien las cambió por las que uso diariamente y sorprenderme así, una vez más, con sus inventos. Incluían unas lentes especiales que se caracterizaban por distinguir más allá de lo que la visión normal alcanza. Por eso pude observar como el alma de mi amiga traía enganchada tres arañas espirituales con el espeluznante propósito de ir rodeándola con sus hilos y destruirla poco a poco. Las tres se disputaban su frescura, su inocencia, su buen hacer, su generosidad, toda cualidad buena que ella tiene (puedo afirmar que son muchas) y, lo más importante, sus creencias. Todo eso pude notar con claridad. He oído muchas veces como actúan estos bichos paralizando a sus víctimas hasta poseerlas.
Para no asustarla sofoqué el grito que quiso salir de mi garganta. Continué a su lado para ver si, con sigilo, podía quitárselas de encima. Sé que las arañas son tranquilas, muy pacientes, pero también listas. Con el primer intento disimulado no conseguí lograr mi objetivo. Entonces me atreví a hablar.
—Hace rato que vengo advirtiendo como tres arañas espirituales te están envolviendo el alma.
Se detuvo y me miró fijamente.
—¿Y tú qué sabes? Siempre estás de broma. Jajajajajaja —respondió.
Su esencia se hallaba cada vez más y más arropada por aquella tela pegajosa que se trenzaba a su alrededor y ella seguía ajena.
Mientras tanto, yo sufría.
Después, cuando empezó a darse cuenta de su estado, de que tenía paralizados los recovecos del alma y ya no podía recuperar su dominio, clamó pidiendo ayuda. Me acerqué con una pinza que suelo llevar en mi cartera para otros fines, pero mi falta de templanza hizo que cayera al agua al precipitarse por el angosto puente que cruzábamos.
Como antes anuncié, las arañas espirituales son hábiles, te atan el ánima, la apartan hacia terrenos asequibles para ellas y cuando ven la hora oportuna, la devoran; la devoran aún estando viva. Eso es lo que hacen. A continuación, en su lugar dejan un hueco helado donde depositan sus diminutos huevos.
Mi amiga ya no era dueña de sí. Yo temblaba toda.
Las personas que han perdido el dominio de su ser se las detecta enseguida. No hay más que apreciar el frío vaho que sale de sus bocas aunque sea verano. Su mirada perdida. Su cobardía. Su falta de voluntad. Su baja decisión al dar respuestas. Lo aprecié antes de conseguir quitárselas de encima a base de concienciación, estímulo y refuerzos de autoestima. Pero su curación no sobrevino de manera espontánea, no. Necesitó su tiempo. No obstante, sentí que en todo momento la fuerza que recibimos de lo alto me ayudaba. Quedó limpia al fin.
Ahora que he vuelto a mi rutina, las arañas espirituales me persiguen. Rivalizan entre ellas con el fin de vengarse. Me salen al encuentro por sorpresa en plena calle. Intentan mi letargo. Asaltan mis sueños. Me acosan. Me muestran sus hilos amenazantes y no sé dónde esconderme. En cuanto detengo la puesta en marcha de mis dones, ansían enredarme con sus hilos pegajosos, cubrirme con su tela, apartarme, hacerme su presa para consumirme cuando y como bien les convenga. Pero no lo van a conseguir. No. No estoy dispuesta a rendirme a sus antojos. El miedo no me va a impedir ser tenaz en mis empeños. Después de lo ocurrido cuento ya con experiencia. Conocer de antemano las maldades en el proceder del enemigo me hace fuerte.
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