Si el dinero es dios –como dice Richard Gere en un momento de la película El fraude–, hay otros ídolos que servimos por medio de él –aunque sean tan respetables como la familia–. Muchos están dispuestos hoy a reconocer con la Biblia, que “la avaricia es idolatría” (Colosenses 3:5; Efesios 5:5), pero pocos se dan cuenta de que el dinero es algo más que un medio para conseguir éxito, fama o poder. La familia es un dios, por el que estamos dispuestos a sacrificar cualquier cosa –como nos enseña Nicholas Jarecki en su brillante debut cinematográfico–.
A pesar de abrir el festival de San Sebastián, no me había fijado en esta película. La crítica española no la recibió con excesivo entusiasmo –a excepción del siempre interesante Antonio José Navarro, que le dedica un elogioso artículo en
Dirigido Por, bajo el titulo de
Crimen sin castigo–. Al ir recientemente a Chicago, me dejaron para leer en el hotel un conocido suplemento de prensa que hace el prestigioso crítico Roger Ebert. Encabezaba su lista de recomendaciones, el film protagonizado por Richard Gere –que se llama originalmente
Arbitraje–, “tan bien escrito y dirigido por Nicholas Jarecki, que evoca la era clásica de Hollywood”.
Un poco harto ya de los montajes atropellados de los
thriller actuales –aptos sólo para el consumo rápido–, me dispuse a ver una película que, según Navarro, “recuerda, y mucho, al
thriller político norteamericano de los años setenta”, tan bien evocado por
Argo –que vi en un enorme cine de Chicago, en medio de una inmensa multitud, tan apasionada, que prorrumpía en aplausos en los momentos más emocionantes de la historia, para acabar con una larga ovación a la voz del presidente Jimmy Carter, que cierra los créditos del film–.
THRILLER FINANCIERO
El mundo de las finanzas no parece un tema demasiado intrigante, de entrada. Un atraco a un banco o el dinero de una recompensa, son componentes habituales de las películas de acción, pero construir todo un
thriller en torno a informes de auditorías y negociaciones de contratos, parece difícil que pueda captar la atención, sin bombas ni disparos.
El fraude lo logra de la manera más sorprendente.
Parte del atractivo del film, está por supuesto en la actuación de Richard Gere, que nunca ha estado tan bien. Más allá del atractivo de su madurez, su personaje de Robert Miller logra sugerir tantos secretos bajo la superficie, que uno se espera cualquier cosa de este turbio multimillonario, administrador de fondos de inversión, que ha perdido la mitad de sus reservas fiduciarias. Lo que tiene Michael Douglas de humanidad –en la última versión de
Wall Street que hizo Oliver Stone–
, está en Gere con mayor complejidad, en una historia mucho más sombría.
Le vemos desde el principio como el patriarca de una rica familia, que celebra su cumpleaños. Sus palabras de sincera devoción a su esposa (una discreta Susan Sarandon) y sus hijos, contrastan con la relación romántica que tiene con una marchante de arte francesa (Laetitia Casta), a la que sugiere escapar a un lugar paradisíaco, abandonando su familia y su trabajo. Aunque inmediatamente, entiende que no va a dejar nunca a su esposa. Por la misma razón que ella no abandonará a su marido y mantendrá la relación con su hija (Brit Marling, la nueva estrella del cine independiente americano), cuando descubre sus oscuros manejos económicos. Ya que
la familia está por encima de todo.
UN MUNDO DE APARIENCIAS
Creo que no desvelo ningún misterio si digo que la película gira en torno a un accidente de coche. La investigación del policía –que interpreta Tim Roth, un poco al estilo Colombo–, se centra en la ayuda que recibe de un joven afroamericano (Nate Parker). Como en los grandes
thrillers de los setenta –su modelo es claramente Lumet, ya que aunque el director nació en Nueva York en 1979, dice que descubrió el cine cuando leyó un libro suyo y vio sus películas de adolescente–, su mirada contemplativa a la existencia banal de estos personajes contrasta con el ritmo metódico con el que vamos descubriendo rápidamente su doble vida.
No tardamos en descubrir, a raíz de las conversaciones con el abogado y confesor, que interpreta Stuart Margolin –otro veterano de la televisión de los setenta, que no veíamos desde Los casos de Rockford–, que es mucho lo que oculta Miller. Aunque aquí todos esconden algo. Como dice Navarro, “
El fraude es una película sin héroes”. Lo que se ve a uno y otro lado de la ley, “desde la complicidad pasiva con los deshonestos, bien por (necia) ignorancia o interesada (ingenuidad)”, hasta los “que basan su
prestigio social y laboral en una intrincada red de apariencias”.
Si en el cine uno se tiene que interesar por el protagonista, aunque sea un villano sin corazón, pocas veces se puede uno identificar tanto como lo hacemos con este especulador sin escrúpulos. Sentimos que está en una encrucijada, al intentar hacer
arbitraje con la vida en un mundo roto y corrupto. Aparentemente vive por el dinero –“¿cuánto necesitas?, ¿quieres ser el más rico del cementerio?”, le dice su mujer–, pero lo que intenta es controlar con él, su vida y su mundo, para sentirse seguro. No le interesa tanto el reconocimiento social o el poder político, sino su familia. Aunque no sabría de qué hablar con su hija o su esposa, si se fueran de vacaciones.
DELITOS Y FALTAS
Muchos han comparado al protagonista de El fraude con Madoff, el broker neoyorquino que actualmente cumple una condena de ciento cincuenta años de cárcel por una estafa de cincuenta mil millones de dólares. Como Miller, Madoff contaba con la confianza, el respeto y afecto de todos sus familiares y asociados.
Aunque el director dice que no está inspirado en él, porque no podía identificarse con sus palabras de desprecio a las víctimas.
Jarecki no ha querido describir a un monstruo insensible, sino alguien como cualquiera de nosotros, que se ve atrapado en la red de mentiras a la que le han llevado sus delitos y faltas.
Hitchcock llamaba a sus personajes, “el hombre inocente, acusado por error”, pero Miller es “el hombre culpable, justamente acusado”. Es el diagnóstico de la humanidad que hace el apóstol Pablo en
Romanos 3: “no hay justo ni aun uno” (v. 10).
El fraude, como todas las buenas historias, nos interroga acerca de nosotros mismos. Por eso sería muy superficial ver la película como una ilustración de que “el dinero es la raíz de todos los males”, cuando el mal, sobre el que Pablo advierte a Timoteo (1
Ti. 6:10), es el amor al dinero, que hace basar nuestra personalidad en la propiedad y el consumo. Como toda idolatría, lo que hace es deshumanizarnos.
LIBRES DE LA IDOLATRÍA
Los ídolos siempre nos decepcionan. No pueden satisfacer nuestras más profundas necesidades y anhelos. Ya que no nos pueden dar lo que sólo Dios puede darnos –como nos recuerda el predicador de Nueva York, Tim Keller–.
Cualquier cosa puede convertirse en un dios para nosotros, incluso la familia o el trabajo. Esa es la ceguera que produce la idolatría en nosotros. No vemos que esa relación romántica, la aprobación de los otros, nuestros dones y capacidades, causas sociales o políticas, nuestra belleza o inteligencia, la moralidad o la virtud, incluso el éxito en el ministerio cristiano, puede ser un dios para nosotros, que nos da una falsa seguridad.
Como dice Gere, “el dinero es dios”, porque lo que nos controla, eso es nuestro señor. Jesús dice por eso que “no podemos servir a dos señores, Dios y las riquezas” (
Lucas 16:13). Cuando decía eso, los fariseos se burlaban, porque a pesar de su religión, eran avaros (v. 14). Da igual lo que creas, “tienes que servir a alguien” –como dice Bob Dylan en su canción de 1979–. Israel por eso sufría de un “corazón dividido”, como muchos de nosotros. Por un lado, decían servir a Dios, pero por otro, su corazón estaba lleno de otras expectativas. Amamos los ídolos, confiamos en ellos y los obedecemos. ¿Quién nos liberará entonces del poder de la idolatría?
Como en la historia de Zaqueo (
Lucas 19:1-10), sólo la gracia de Dios en Cristo Jesús nos puede dar un afecto mayor que el amor al dinero. La ley no tiene el poder para cambiarnos, ¡sólo la gracia puede hacerlo! El sentido del deber y la culpa, no es capaz de liberarnos. Ni siquiera la familia puede salvarnos. Sólo la cruz de Cristo es capaz de darnos seguridad y aceptación, por el amor de Dios que nunca nos falla. Todo otro dios nos decepcionará.
Si quieres comentar o