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Teología y Poesía: leamos a John D. Caputo

Para Alencart “habrá que ir desaprendiendo esa escorada enseñanza de las Escrituras, muy ligada al prejuicio y al estigma que ‘en el mundo’ se tiene hacia la poesía”.

EL SOL DE LOS CIEGOS AUTOR Alfredo Pérez Alencart 07 DE SEPTIEMBRE DE 2015 11:00 h
david ilustracion El Rey David, de Ernest Descals.

1. Nos lo recuerda el apóstol Pablo, al inicio de Hebreos: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo…”. Los poetas-profetas, desde los veterotestamentarios hasta el Poeta mayor, el Amado galileo.



 



2. Tras leer las tres entregas precedentes sobre Teología y Poesía apareciadas en P+D, me escribe un reputado teólogo, cuya obra mucho aprecio: “Querido Alfredo: No debería tener nada de particular que la poesía y la teología vayan de la mano.  La propia Biblia, para convertirse en Palabra de Dios, tiene que recurrir con frecuencia a la poesía, y tanto la poesía como la teología se sirven de la alegorías, de la metáforas, de la imaginación a fin de cuentas, de la fantasía a veces, para describir todo aquello que la ciencia no es capaz de explicar”.



 



3. Cierto le digo a este admirado amigo. Como cierto es que habrá que ir desaprendiendo esa escorada enseñanza de las escrituras, muy ligada al prejuicio y al estigma que ‘en el mundo’ se tiene hacia la poesía.



 



4. Lo dejó escrito Jorge Debravo, poeta costarricense: “Nunca he sabido lo que es la poesía. Se me parece a Dios. La intuyo cuando se acerca. Después no sé si se fue. O si la dejé amarrada en la palabra”.



 



5. Pongámonos rigurosos, dejemos que hable, in extenso, John D. Caputo (EE. UU., 1940), catedrático Emérito de Religión en la Universidad de Syracuse (NY). Estas profundas reflexiones aparecieron como prólogo del poemario “Poesía Teológica” (Hebel Ediciones, Santiago de Chile, 2015), de Luis Cruz-Villalobos, pastor presbiteriano y poeta, hermano del que he dado muestras de mi estima, no sólo por su poesía sino por su extrema generosidad para con los otros.



 





TEOLOGÍA, POESÍA —Y TEOPOÉTICA



Es para mí un gusto ofrecer algunas palabras como prólogo al libro Poesía Teológica de Luis Cruz-Villalobos.



El vínculo entre teología y poesía es muy profundo, tanto histórica como conceptualmente. Las Escrituras judías y cristianas pertenecen a lo que se conoce como “literatura del mundo”, lo cual significa que como toda obra literaria, estos textos describen en palabras las profundas estructuras de la experiencia humana. En el caso de las Escrituras esto significa la experiencia de Dios, de su intervención rupturista, interruptora e incluso traumática en nuestras vidas. La “palabra de Dios” es la palabra del otro-en-nosotros, son las palabras que surgen en respuesta a algo que nos interpela, que ha transformado nuestras vidas, que toma lugar en y bajo el nombre de “Dios”. La “palabra de Dios” es las palabras que le damos a Dios de modo tal que Dios pueda hablarnos. Las Escrituras son pues un logos, un decir y hablar de Dios, y por ende son irreductiblemente teo-lógicas.



Al decir esto, por supuesto, no me refiero a los estudios escolásticos, ni a los argumentos abstractos, ni al discurso técnico de la teología “académica”, que es un artefacto de la universidad.  Me refiero más bien a un logos más elemental y a una teología pre-conceptual, a un discurso que se nutre desde un logos pre-lógico. Me refiero a un discurso arque-teológico que está profundamente contenido en narrativas e himnos complejos, en oraciones y en parábolas, en canciones y poemas, en epístolas, homilías y mandatos, en los cuales diferentes comunidades expresan de diferentes maneras diferentes experiencias de “Dios”. Las Escrituras ponen en palabras el llamado de Dios, eso a lo que Dios nos llama, y a lo que nosotros nombramos cuando nombramos a Dios. Ponen en palabras, en pocas palabras, a un logos más primordial, a una lógica pre-lógica, o para-lógica, del llamado –lo que llama, lo que es llamado, y lo que se llama– en el nombre (de) “Dios”. Esto es lo que compone a una teología más primigenia y rudimentaria, donde el nombre de Dios no es el nombre de una entidad suprema, sino más bien el nombre de un llamado, y el pueblo de Dios es el pueblo del llamado.



Así pues, las Escrituras no son teológicas en el sentido duro del término logos que forma parte de la etimología de esta palabra. La palabra teología es, al fin y al cabo, una palabra “pagana” –que no se encuentra en ningún lugar de las Escrituras– que se remonta a Aristóteles, y que representa la forma más alta de episteme (scientia), una disciplina, un discurso racionalizado en el cual todo está organizado de forma tal que sus postulados son explicables. Es por esto que hago distinción entre una teología “fuerte” y una “débil”. Al hacer esto quiero distinguir entre una forma discursiva cuyo foco está en la modalidad activa de proponer o hacer postulados; y un discurso que se mantiene más bien en reserva, que toma lugar en el modo receptivo de ser-clamado, de ser-llamado, y que por tanto es una respuesta a ese llamado previo siempre sobrecogedor. La teología en el sentido fuerte se caracteriza por el modo discursivo greco-filosófico clásico, por un sistema de enunciados propositivos que están implicados en el desarrollo histórico del concepto griego de logos, sistema que hoy es discutido dentro de lo “onto-teológico”. El logos de la teología fuerte se refiere a enunciados predicativos, a decir algo acerca de Dios, a acercarse a Dios como un objeto de discurso constituido, como el sujeto de una serie de premisas, como poseedor de ciertas propiedades conceptuales, que son expresables en postulados que pretenden determinar y explicar ciertos atributos divinos. Estos postulados están entretejidos en hilos propositivos, en pruebas o argumentos, que crean un cuerpo de conocimiento, un ensamble de afirmaciones verídicas referentes a la naturaleza y a la existencia de Dios.



La teología fuerte se compone de conceptos, proposiciones y pruebas. Emergió inicialmente en la antigüedad cristiana cuando el movimiento cristiano primitivo, en la búsqueda de entenderse a sí mismo y en contacto con la filosofía griega, se vio inmerso en una serie de controversias “cristológicas” que se convirtieron eventualmente en formulaciones canónicas en los primeros concilios y sus “credos”. Seguramente en ese entonces la teología no estaba aún atrapada en los discursos escolásticos o modernistas, ni en la terminología técnica, ni en la formalidad de la argumentación, ni en los sistemas, ni en los protocolos de la universidad; era más bien considerada sapientia –sabiduría para la vida– y no scientia, y por tanto ni siquiera era considerada una disciplina posible fuera de los confines de las comunidades y prácticas cristianas. Pero incluso entonces, lo esencial estuvo allí desde un comienzo, la guerra argumentativa que simultáneamente dio a luz a la heresiología (o discurso sobre lo herético), el brote de polémicas contra los llamados disidentes, el combate agresivo por tener el enunciado correcto, la “creencia correcta” (orthe + doxa) impoluta por aquellos que “optan” (haeresis) por su propio camino, por los que se separan voluntariamente de lo ortodoxo. Donde hay teología (fuerte), hay heresiología. El nacimiento de la teología fue un parto de gemelos. Desde sus inicios más remotos, la teología fuerte se preocupa de separar las afirmaciones verdaderas y las falsas, los enunciados verdaderos y los falsos. Eventualmente adquirió la forma de un discurso académico o docto, primero, en la quaestio disputata de la alta edad media, y luego en la universidad moderna donde es a lo menos tan técnica discursivamente como otras humanidades o ciencias sociales, y como ellas, debe pelear por respeto frente a las ciencias de tipo matemático.



Al decir teología débil no me refiero a algo debilitado, ni ineficaz, ni anémico, sino más bien a una teología que abandona el modo declarativo y se entrega a un llamado previo. La teología débil no pretende ser una definición exacta de un concepto bien formado; no se trata de formular proposiciones sino de ser expuesto a algo preproposicional. Sin embargo, la teología débil tiene rigor en sí misma, e involucra una disciplina profunda que no tiene que ver con la precisión conceptual o matemática. Cuando digo rigor me refiero –siguiendo lo descrito por Heidegger– a adherir estrictamente a las demandas del asunto a tratar y pensar, a no adherir a un “objeto” definido por un enunciado, sino a la cosa misma, a die Sache selbst, a las cuestiones que nos preocupan más profundamente, que no pueden ser reducidas ni contenidas a la precisión ni a la exactitud de lo matemático. Es falso rigor exigir que todo sea exacto, que todo sea determinado por definiciones, que todo se someta a los requerimientos del pensamiento objetivo, que todo sea formulado en términos matemáticos. Eso sería como pedirle a los pintores impresionistas que dibujasen líneas mejor definidas. No hay nada riguroso en tratar cosas no-objetivables de forma objetifivante. Seamos claros: la tematización, la matematización y la objetivización tienen su lugar, pero hay otros asuntos para los cuales estos métodos son demasiado “fuertes”, demasiado toscos, demasiado rígidos. Son una forma muy burda y rudimentaria de abordar asuntos que son experimentados de forma primordial y preconceptual en nuestro primer contacto con el mundo que las Escrituras plasman en palabras, y con los modos de vida y modos de estar en ese mundo que las Escrituras llaman “el Reino de Dios”.



Es por esto que las Escrituras mismas sistemáticamente evitan el discurso de la objetivización y la conceptualización. Incluso cuando se utilizan números en ella, éstos no tienen un significado propiamente numérico. Cuando los discípulos le preguntan a Jesús cuántas veces deben perdonar al prójimo y Él les responde “setenta veces siete”, Jesús no está calculando un número (Mt 18:22). Jesús no les está diciendo que perdonen 490 veces; sino que perdonen sin límite, que no hay límite al deber que tenemos de perdonar. Las Escrituras no hablan del Reino de Dios como un objeto externo de discurso, sino que hablan desde la experiencia del Reino, desde adentro y no desde afuera del mismo. Las Escrituras hablan de forma no objetivable en parábolas y paradojas para llevarnos a vivir la vida que en ellas se nos llama a vivir. No hay mejor ejemplo de este modo “débil” de enseñar que la forma de predicar de Jesús mismo en los Evangelios Sinópticos. Jesús no habla de sí mismo, sino de su Padre; y no habla de su Padre, sino del “Reino” de su Padre; y no habla del Reino de su Padre sino de semillas de mostaza, de pan con levadura, de tesoros guardados, de hijitos míos, de banquetes a los cuales los invitados no llegan. Él habla en parábolas y paradojas, no en un modo lógico sino en un modo para-lógico, que es el modo más rigurosamente apropiado para las dinámicas del Reino, para sus vueltas sorpresivas y sus demandas inesperadas.



Jesús es el poeta por excelencia del Reino, del reinado venidero de Dios.



 





El rigor apropiado para este discurso consiste en mantenerse a sí mismo en un modo que es indirecto, discreto y oblicuo, evocativo y provocativo, analógico y paralógico, parabólico e hiperbólico, metafórico y metonímico, un modo que es propio de ese llamado que nos interpela, de ese evento que nos supera. Su rigor no es proponer sino sostener la exposición a la irrupción de ese algo que no sabemos que es, pero que nos atrapa antes de que podamos siquiera palparlo, que nos reclama antes de que podamos siquiera proclamar algo acerca de él. La disciplina de este discurso es mantenerse a sí mismo en contacto primordial con el mundo, es sostenerse en un modo no-coercitivo que le permita al mundo plasmarse en palabras. Su debilidad requiere el esfuerzo supremo de la moderación y la reserva, requiere que sea de una naturaleza más flexible y dúctil, moldeada para ajustarse a los contornos del asunto en cuestión, que pueda sostenerse de una manera no-dogmática, abierta, reformable, maleable. La fuerza de esta debilidad es resistir con determinación cada intento de convertirla en una expresión canónica, definitiva, de credo, fija, formulaica. Su rigor debe ser acorde al llamado de aquello que nos interpela y nos supera, llamado en el cual lo lógico es atenuado por lo para-lógico, en el cual –y con esto llego al punto medular– lo lógico en lo teológico es remplazado por lo poético. Y por poético no me refiero simplemente a verso y poesía en el sentido más común, por más hermosos que fueren. Me refiero a una poiesis primitiva, al discurso formativo que apoya como una partera el nacimiento de los eventos relacionados al llamado. Me refiero a una forma elemental que sucede en el llamado y con el llamado –sea el llamado de un suceso puntual, y un suceso puntual en el llamado– y que se expresa en forma de palabras.



En pocas palabras, cuando hablo de “teología débil”, hablo de algo que es menos “teo-logía” y más “teo-poética”, de una teología donde la lógica ha sido desplazada por la poética, siendo lo poético una constelación de recursos no-discursivos, metafóricos y metonímicos que apuntan a evocar la provocación del Reino de Dios, a permitir que el llamado que se hace en el nombre de Dios tome forma de palabras. La poética no es un ornamento ni una decoración con la cual se adorna a un objeto pre-constituido. La poética es el nacimiento mismo de Dios, el evento natal en el cual el nombre (de) “Dios” se transforma en palabras, es el corazón de un logos más primordial transmutado desde el proclamar hacia el ser-reclamado.



El rigor de la teología débil es mantenerse estrictamente en los confines de la teopoética. La poesía es el rigor de la teología débil, su disciplina, su ascetismo, su más estricto apego a la cuestión en estudio. Como contraparte, la tentación estructural y permanente de la teología fuerte es sucumbir a los encantos del pensamiento objetivador, es convertirse en el premio deseado por los ortodoxos, es comprimirse en una fórmula credal que separe lo recto de lo divergente. La gran tentación de la teología fuerte es el supervisar con ojo policial la cuestión de estudio de la teología, es normarla a través de postulados y pruebas; este tipo de teología le da mucho énfasis a persuadir y a disuadir, y por ende a suprimir la disidencia y la diferencia -como si aquellos que declinan ser parte del régimen del logos son “caprichosos”, como si “eligieran” diferir (haeresis) –¡en contraposición a haber sido elegidos, apartados y expuestos a la venida de aquello que en si mismo no puede ver venir!



La tarea de la teología débil es sostener la exposición de la teología al evento primigenio por el cual las palabras fueron escritas por primera vez. Así que cuando Luis Cruz-Villalobos titula a su libro Poesía Teológica, cuando se decide a convertir la materia teológica en palabra poética, no está haciendo un trabajo de ornamentación. Sino que más bien, toca la raíz más profunda y la fibra más antigua de la teología, que no es más que la teología siendo poesía antes que doctrina; siendo creación-del-mundo antes que credo, siendo poiesis antes que lógica endurecida, infundiendo palabras de vida y muerte, de sufrimiento y alegría, antes de que las palabras mismas sucumban a la rigidez de la ortodoxia y sus cánones. La teología es canción antes que ser el contenido de una summa o de un concilio. Es por esto que el Nuevo Testamento se describe a sí mismo no como istoria –un sobrio registro del pasado, o una representación exacta de los hechos acaecidos-, sino como euvangelion, como un mensaje de alegría, como buenas noticias proclamadas a los pobres y a los cautivos, como una proclamación del año del jubileo. Un evangelio no es un discurso predicativo, sino un discurso de promesa. El año del jubileo es el año cincuenta, el año que sigue a siete veces siete, donde todo es perdonado y podemos empezar desde cero otra vez. Cincuenta no es un número para ser contado, ni una fecha para ser calculada, sino una esperanza, un clamor, un sueño, una expectación mesiánica, un hito que marca lo que está por venir, el símbolo de una promesa cuya canción son las Escrituras.



La figura de Jesús en el Nuevo Testamento es la figura del arque-poeta del Reino de Dios, un relator de parábolas de semillas de mostaza y de tesoros guardados y de hijos pródigos, todas apuntando a imaginar el futuro de la venida del Reino, del cómo será todo cuando Dios reine, en lugar de la avaricia y la violencia humanas. Jesús es un poeta que poetiza el Reino, que imagina como sería vivir de la otra forma, en un tiempo en el que se ha roto el sentido del mundo tal y como lo conocemos. Jesús imagina el mundo de manera diferente, divina, donde la venganza es desplazada por el perdón, la violencia y la opresión por la misericordia entre nosotros mismos, y la guerra es derrotada por la débil fuerza de la paz.



En teopoética, la idea de “poesía teológica” –que es el nombre de este libro– es una tautología magnífica, un decir lo mismo en donde el tout autre, ese algo asombroso, ese algo que irrumpe y que inunda la vida cotidiana hace un llamado a la teología para que retome su antigua labor de imaginar al mundo de una forma diferente. 


 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

Jaime Mendoza
10/09/2015
08:49 h
2
 
Magnífica exposición la de Caputo. Gracias, Alencart, por hacernos ver lo que siempre ha estado muy evidente pero que se ha dejado de lado o tratado como algo decorativo. He seguido tus entregas sobre Poesía y Teología, y de verdad que me has ayudado mucho, aclarando sin discordias. Ni más, pero tampoco, ni menos.
 
Respondiendo a Jaime Mendoza

JuanCarlos-Sánchez
07/09/2015
22:00 h
1
 
La poesía de la creación es antes que la doctrina, canción antes que Reino. En el principio la Palabra, Jesucristo, fluía, y las cosas, nacían del amor y la creatividad de Dios. De ese obrar y contemplar en sintonía con Dios, Adán ponía palabras a las cosas. No había conflicto, sino poesía. Veía el ser y hacer de Dios y así lo iba expresando, a su semejanza. Adán fue el primer contemplativo. Ante su primer pecado, la mente del hombre 'fabricó' los argumentos, la lógica, la teoLogía, no antes.
 



 
 
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