Un zapato bonito cuenta con todo el poder para entrar por el ojo, pero eso no quiere decir que en su diseño te entre el pie. Hay calzados que desde el escaparate llaman la atención del transeúnte. Te ha pasado. Has comparado estilo, color y precio y decides probártelo. Entras. Pides verlo de cerca. Parece que el número es correcto. Paseas un poco por la tienda para comprobar si molesta, pero no, es suave como la seda. Te dispones a comprarlos. La nueva adquisición te hace feliz. De nuevo en la calle presumes de lo que llevas en la bolsa y estás deseando encontrar el momento para estrenar su contenido. ¡Y resulta que el momento es mañana mismo! Tienes prisa en mostrar tanta belleza.
Te levantas temprano. Desayunas deprisa. Te los pones. Buscas que combine con el cinturón, la ropa y vas hacia el infinito y más allá. Caminas rápido. A los quince minutos el hogar ha quedado muy atrás y es cuando sientes que el zapato se ha hecho más pequeño, bastante más pequeño, tan pequeño como una copa de coñac, o puede ser que tu pie ha crecido de golpe. No crees lo que está pasando. En la tienda parecía perfecto. Te acuerdas de la persona que te atendía, de como te garantizó comodidad absoluta. Te acuerdas aunque no quisieras.
Continúas tu camino. Ahora más despacio. Sientes como el borde te va rozando como una lima gruesa. Notas como la piel se va rompiendo. Te duele. Paras a descansar en un asiento libre de una parada de autobús. Dos minutos después te ves obligado a levantarte para ceder el sitio a un anciano. De pronto, ante ti se abre la esperanza. Una farmacia. Entras para comprar tiritas. Allí mismo te las pones. La dependienta, al verte, te trae un algodón empapado en alcohol. Te dice sonriendo que es para evitar la infección. Le das las gracias queriendo mostrar una sonrisa que no te sale. Te sientes vulnerable. Te acuerdas de las babuchas de casa y se te saltan las lágrimas.
Pero, como digo, el hogar queda ya muy lejos y no tienes tiempo de ir a cambiarte. Caminas y soportas. Eres un machote. De vez en cuando los miras. Te siguen pareciendo preciosos y piensas que mañana mismo los llevarás al local donde los reparan. Pedirás que los metan en la horma. Estás seguro de que esa será una buena solución, no, será la mejor. Llegas al trabajo. Hoy el camino se te ha hecho extremadamente largo. La incomodidad te hace entrar de puntillas. "¡Parece que vienes de incógnito!", te dice a gritos el gracioso de turno. Y todos se vuelven para mirarte. Pero no, no vas de incógnito, es el dolor que ya no puedes soportar, que se extiende hasta las rodillas, que sube hacia los muslos y se instala por la zona de las ingles. En cuanto tomas asiento, arropado por los laterales de la mesa, decides descalzarte. Sin que puedas contenerte, otro par de lagrimones se liberan cara abajo. ¡Dios bendito, qué gusto! Te dan punzadas en el cerebro sólo de pensar que tendrás que volver a usarlos cuando tengas que levantarte. Mentalmente buscas una solución rápida. No la hay. Podrías enviar a alguien a comprarte unas chanclas en el chino de dos portales más allá, pero te da vergüenza explicar lo que te ha pasado. No quieres que se rían ni te critiquen ni te juzguen. Decides que lo mejor es sufrirlo en silencio. También decides que en el futuro no comprarás más zapatos bonitos que matan, que no los llevarás al zapatero remendón para que los meta en la horma, que mejor quedas como un rey y avisas a la humanidad de este peligro. Decides ponerlos de nuevo en su caja. Determinas que lo mejor es escribir una nota y colocarla junto a ellos en el alfeizar de cualquier ventana a pie de calle. Sufres dudas al tener que elegir entre dos frases:
"Quien no te conozca que te compre"
o
"Zapato bonito mata, como el tabaco".
Con esta historia, lo que pretendo comunicar es que
pertenecer a un grupo que en principio nos llamó la atención de manera grata, que nos atrajo y nos agradó su hechura pero su idiosincrasia no es la nuestra, es como querer meterse en un calzado cuya horma no está hecha a la medida de nuestro ser. Producirá sufrimiento. Lo bonito que se muestra al exterior y lo factible ya no lo es tanto cuando se está dentro.
A veces nos aferramos a un modelo aparentemente hermoso. Sin embargo, no encajamos. Lo intentamos por todos los medios y sólo conseguimos ampollas.
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