Antes yo era una flor. La flor de un árbol exótico llamado Atiarco que suele germinar en las altas cumbres castigadas por el calor del verano y el intenso frío del invierno. Es fuerte como ninguno y lucha por sobrevivir en las circunstancias más duras en las que pueda encontrarse. Quizás por eso florece una sola vez en su vida.
Desde que comencé a formarme aprendí a distinguir los distintos sonidos que envolvían el ambiente y que luego me acompañarían. Poco a poco fui acostumbrándome a ellos. Empecé a reconocerlos y a imaginarlos pegados a figuras que inventaba.
Quise destaparme un día que me encontraba apretujada entre los pétalos mientras los granitos de mi polen crecían y luchaban por hacerse sitio en mi interior. Pero aún no era el tiempo. Lo entendí más tarde, ya en pleno verano, cuando la fuerte rama de la que brotaba empezó a vibrar con pequeñas sacudidas que hicieron que despertara de mi letargo. Fue un aviso. Sería ese día, estaba segura.
Pero para una flor no es tan fácil desplegarse como parece. Tiene que esforzarse, sobre todo si sabe que una infinidad de lozanas hojas esperan verla con el fin de adornarse. Lo intenté al alba, pero fue imposible romper los sépalos sellados que me protegían. Más tarde, pretendí repetir al oír los primeros cantos de los pájaros, ya familiares para mí y tampoco. Sin embargo, a media mañana, el sol con sus rayos comenzó a señalarme. Eran deliciosos, tanto su calor como la luz que penetró en mi interior. Entonces no fue nada difícil desperezarme plenamente, lucir mi cara de abanico rojo hacia el cielo protector, azul e inmenso.
Respiré hondo para impregnarme del perfume íntimo y único formado por la armoniosa combinación de mi savia y las ganas de vivir. Me sentí bella y feliz a la vez.
Las mariposas blancas, orgullosas de sus alas, revoloteaban cerca de mi rama para observarme. Una de ellas se acercó delicadamente, sin apoyarse siquiera en el pistilo. Tomó sin preguntar el néctar de mi pequeño cuerpo. Al acariciarme con sus alas produjo un cosquilleo extraño en mi interior y anhelé más. Esperé abrazarla, pero no pude. Volvió varias veces atraída por el dulce sabor y el placer que le proporcionaba besarme a hurtadillas. Extrañada aún por los acontecimientos solo me atreví a rozarla un poquito con uno de mis pétalos, aprovechando la ayuda de una brisa suave que pasaba a mi lado.
La noche tardó en llegar. Fue un día largo, preparado quizás para festejar mi intrusión en el mundo. Entonces sentí frío y me plegué de nuevo. La hoja vieja de una rama cercana me acurrucó.
La mañana rompió el silencio sin contemplación alguna y me abrí. Aproveché unas gotas de rocío para asearme y luego gocé secándome al calor del sol.
El día anterior no me había fijado en un nido de petirrojos tejido en un nudo de la rama contigua a la mía. Con sus inquietos movimientos la columpiaban. Descubrí que no estaba sola. Nacidos antes que yo también aprendían a vivir. ¡Cuanta alegría llegué a sentir en un instante!
Esa misma tarde vi pasear bajo la copa de mi árbol una figura. Me exalté al verla porque creí que era yo misma transformada de alguna forma en otro ser. La relacioné con la mariposa que me había visitado la mañana anterior y que tanto placer me había producido, pero no pude apreciar en ella alas. Su largo cabello le cubría la espalda. Era aún más hermosa.
La oí cantar una melodía parecida a la de los petirrojos que me acompañaban y pensé que, igual que ellos, era un pájaro carente de plumas. Se encontraba desnuda, su piel lucía tan sedosa como la de la aterciopelada hoja que me había protegido durante la noche.
Quise llamarla e invitarla a subir, pero justo cuando iba a hacerlo, sintiéndose también atraída hacia mí, me tomó dulcemente en sus manos, con la intención de fundir mi fragancia en ella y crear juntas una imagen nueva. Pensó que era flor al verse reflejada en las gotas de rocío que aún adornaban mi cara y que se hallaba allí conmigo, en la rama enganchada.
Otra figura parecida que enamorada venia tras ella, al verla transformada deseó amarla... "¡Mujer!", la llamó, y fue fecundada bajo las frondosas ramas de Atiarco, mi árbol.
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