Jesús recorría muchas ciudades y aldeas y le hablaba a la gente de cada lugar dándoles las buenas noticias. Curaba enfermos y restablecía socialmente a los marginados.
Uno de aquellos días, al caer la tarde, como de costumbre mucha gente se le acercaba, pues no era difícil encontrarlo. Mientras tanto, su madre y sus hermanos le buscaban.
Tenían que comunicarle que estaba en peligro. La mujer con la que tropezaron les señaló la casa donde se encontraba el Maestro.
- Está loco –dijo Simón, dirigiéndose presto al lugar que le habían dicho- . Si no nos apresuramos, los fariseos se encargarán de él y le harán daño.
- Y a nosotros - agregó Judas- , que somos su familia. También nuestras vidas están en peligro.
Quisieron echar a correr pero al ver que su madre no les seguía, aminoraron el paso. Al llegar a los alrededores de la vivienda, intentaron abrirse hueco entre la gente que oía desde fuera, pero la multitud se loimpedía. Nadie estaba dispuesto a cederles su lugar. Tuvieron que conformarse con unirse a ellos.
«¡A veces pienso que los fariseos tienen razón en querer atraparle!» pensaba José, el mayor de ellos. «Por la forma en que se comporta, Jesús parece estar loco como dice Simón, o endemoniado».
Cuando lograron calmarse, sus oídos prestaron atención a las palabras que Jesús decía.
- ... por voluntad propia estáis aquí. Me pedís que os hable y dudo que queráis oírme. Sois muchos los que os reunís conmigo hoy, pero ¿dónde están los que ayer me pedían respuestas? ¿dónde están los que ayer fueron sanados? No los veo entre vosotros.
Sorprendidos, se miraban unos a otros queriendo identificar la ausencia que les recriminaba el Maestro sin saber qué responder. ¿Quería decir Jesús que debían seguirle todos los días de su vida? ¡Eso era imposible!
Continuó:
- Quisiera hablaros de la limpieza del corazón, de cómo borrar el pecado que lo mancha y para eso os contaré la parábola de un hombre y un río. Oíd. El arrepentimiento es como un labrador que, después de trabajar en el campo, al caer el día y terminar su jornada, mira su cuerpo, lo ve lleno de impurezas y siente la necesidad de lavarse. Llega al río conducido por el murmullo del agua. Desde la ribera contempla el verde paisaje. Oye el canto feliz de los pájaros, posa sus ojos sobre la orilla y busca el mejor lugar para sumergirse. Sabe que primero ha de despojarse de todo lo que lleva encima, desnudarse, mostrarse ante el río tal cual es. A continuación entra. Cierra sus ojos mientras la corriente fresca se lleva el polvo y el sudor hasta hacerlos desaparecer. Su cuerpo emerge limpio, de manera que se ha purificado entero hasta el punto de que también su estado de ánimo mejora y regresa a su casa como hombre renovado, consciente de que al día siguiente, con la briega propia de su trabajo volverá a ensuciarse aunque no lo quiera, más no se desanima en su intento porque sabe que siempre el río estará esperándole a la vuelta de la jornada para limpiarlo si el hombre quiere y hacerle resurgir como persona nueva.
Jesús hizo una pausa y pidió un poco de agua a la dueña de la casa antes de proseguir.
- Amigos, yo soy ese río cuyas aguas limpian por dentro y por fuera. En época de lluvias no causaré ningún daño. En el tiempo de sequía nunca me secaré ni desapareceré. Mi cauce es seguro. Hasta mí pueden llegar los arrepentidos, los que reconocen sus manchas. Sé que algunos de los que me oís ahora lo hacéis con deleite pero, más tarde, por la dureza de vuestro corazón os olvidaréis de lo que os digo.
En aquel momento la gente pareció distraerse con algo. El murmullo se extendía. Como una ola que llega del mar a la orilla, comenzaron a girar las cabezas hasta el punto de que Jesús dejó de hablar para prestar atención a lo que sucedía. Entonces preguntó:
- ¿Qué ocurre?
Alguien, situado en una de las esquinas más alejadas, contestó:
- ¡Tu madre y tus hermanos están afuera, dicen que quieren hablar contigo!
- ¿Y quiénes son?
Miró Jesús a los que estaban sentados a su alrededor y añadió:
- Vosotros sois mi madre y mis hermanos. Todo el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre.
Se dispuso a continuar con su parábola, pero Jacobo y Judas, que habían conseguido abrirse paso, llegaron hasta él. El primero de ellos, acercándose con prudencia le habló al oído:
- Vuelve con nosotros, Jesús. ¿No entiendes que entre esta gente hay escribas y fariseos que quieren quitarte de en medio? No te fíes de ninguno. ¿No comprendes que si los irritas, a una orden suya todos los que ahora te admiran se unirán para apedrearte?
En el mismo tono de voz que usaba su hermano, Jesús respondió:
- ¿Acaso sabes tú si es hoy cuando he de morir? ¿Te ha sido revelado ese secreto? ¿Es siendo apedreado como voy a encontrarme con la muerte?
Al oír aquello, Judas ni siquiera intentó abrir su boca. Ambos, airados, se volvieron con la intención de salir del cuarto.A la puerta les esperaba José para marcharse con ellos, pero María, su madre, que guardaba tantas cosas en su corazón, había decidido quedarse con Jesús.Sabía que de todos sus hijos era él quien más la necesitaba cerca.
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