Tras una noche calurosa, Abigail se levantó temprano. Recogió su pelo atándolo con una cinta de cuero, cubrió con una túnica de lino blanco el hermoso vestido color arena del desierto. En la cama quedaba su esposo, aún dormido.
Tantos acontecimientos ocurridos últimamente en su vida inquietaban su ánimo. Todavía le costaba conciliar el sueño. Agradecía a Yahweh lo que le había sucedido pero necesitaba tiempo para acomodarse a su nueva situación.
Al salir al patio, una de sus doncellas se acercó solícita:
- Yahweh sea con mi señora
.¿Desea tomar su baño ahora? El agua está templada y las esencias aromáticas preparadas.
Un leve movimiento de su mano bastó para que se retirara. Lo que Abigail quería era estar sola. Sentarse junto al pozo cobijado por las dos viejas palmeras; cerrar los ojos y respirar el aire fresco de la mañana.
Una brisa suave comenzó a acariciarle el rostro y ajuguetear con los bajos de su túnica.Las vivencias del pasado revivieron en su memoria.
¿Cuánto tiempo había vivido con Nabal, aquel hombre que la había sumido en una vida de tristezas y frustraciones? Sólo era una niña cuando los desposaron. Ella habría preferido continuar al cuidado del rebaño de su padre que habitar bajo el mismo techo con ese hombre al que jamás quiso. Pero no pudo negarse, tampoco le estaba permitido. La educaron en la obediencia, en el cumplimiento de los mandamientos y de las observancias religiosas.
Su padre le dio la noticia del compromiso mientras iban en una de las acostumbradas peregrinaciones familiares al Santuario para adorar y ofrecer sacrificios a Yahweh. Su madre oía la conversación callada. Al terminar, la besó y la abrazó exclamando:
- ¡Masahallah! El Señor nos ha complacido a través de mi hija y nos bendice.
Entonces, tomándola de la mano se adelantó unos pasos a la comitiva.
- No tengas miedo, Abigail, todo saldrá bien.
- Pero yo no lo quiero a ese hombre y todos conocéis la aspereza de su carácter, respondió con tristeza.
- ¡Calla!, dijo la madre bajando la voz, no seas mi vergüenza. No te preocupes. El querer llegará con el paso del tiempo. Aprenderás a usar tu sabiduría en los momentos oportunos. Te hablo por experiencia. Vendrán los hijos y serán tu consuelo. Yahweh os ha elegido para que estéis juntos y tu padre ya dio el sí en juramento a su familia. Es un hombre muy rico. Sabes que casi todas las tierras de la región le pertenecen. Además tiene muchos sirvientes y ganado. Si no contradices su palabra, te aseguro que tendrás todo lo que quieras. Deberías estarle agradecida por elegirte entre tantas muchachas de tu edad. Vivirás a su lado con privilegios.
¿Por qué aún ahora le dolían tanto aquellas palabras de su madre?
Del mismo modo, los demás miembros de su familia parecían haber estado en su contra. Desde muy pronto comprendió que no podría hablar con nadie de la indiferencia que sentía por su prometido. Tampoco se había atrevido a preguntar por las cosas que ignoraba sobre él.
Desde que supo cual sería su destino, Abigail aprendió a guardar silencio. Comenzó a saborear el yugo de una esclavitud sin precio; sin esperanza de ser liberada en los años del Jubileo. Por primera vez advirtió la enorme distancia que separa el camino del amor de el de la razón.
Pasados algunos meses se celebraron los desposorios. Él se había presentado a la boda adornado como un rey, llevando como testigos a dos de sus hermanos mayores. Abigail, acompañada por su familia y tíos cercanos, era una niña disfrazada de mujer. “La bienaventurada”, pensaban los que asistían a la ceremonia. Después de la comida, ante la vista de todos los presentes sellaron su pacto.
Pero aquel amor que su madre le había asegurado que llegaría con el tiempo nunca apareció. Tampoco los hijos. La soledad fue para ella como una amiga inseparable. En el hogar. En los días. En las horas.
Se había acostumbrado a salir al campo al amanecer, a continuación de que su esposo, acompañado por los criados, desaparecía del alcance de su vista. Le gustaba caminar por entre los sembrados y las flores silvestres, llenarse los pulmones con el olor de la tierra fecunda, acercarse a las piedras calizas que los agricultores sacaban al arar y que colocaban en las lindes para que no estorbaran la labor. Allí se sentaba un rato. Más tarde continuaba su paseo. Acariciaba las grietas de las rocas ancestrales que protegían los caminos. Cerraba los ojos y adivinaba sus formas. Sentía la vida brotar bajo sus pies. Sentada bajo algún sicómoro, componía música para sus lamentaciones, porque cantar su tristeza la consolaba.
Pasaba gran parte de la mañana observando el aleteo de los pájaros y los seguía con la mirada hasta localizar sus nidos. Veía cómo de ellos brotaba energía. Todo a su alrededor le recordaba la grandeza de Yahweh. Pero ¿dónde estaba ese Yahweh? ¿Se había olvidado de ella? ¿Habría olvidado que ella también quería vivir? ¿Sabría Yahweh que quería sentirse libre?
Aquel pacto que estaba obligada a cumplir la afligía cada día. Era el dominio visible transformado en anillo que le recordaba constantemente aquella otra sujeción invisible que la mantenía atada. Por eso, uno de aquellos días, acto seguido de observarlo un rato decidió quitárselo y esconderlo en el hueco de un árbol. Se había sentido aliviada al hacerlo pero no sabía cuál sería la reacción de su esposo si se daba cuenta. ¿Le mentiría? ¿Le diría que lo había perdido? Así lo hizo cuando pasados unos días él le preguntó.
Aunque era un hombre apuesto, era tan impetuoso y dominante que pretendía tener a todos bajo su autoridad. La gente a su alrededor le temía. Acostumbraba vanagloriarse de su riqueza y tratar mal a sus semejantes. Estaba habituado a jurar y a maldecir. Lo hacía cada vez que quería salirse con la suya o en el momento que no se le obedecía al instante.
Fueron muchas las veces que Abigail lo libró de grandes sufrimientos.Por su espíritu impulsivo, actuaba sin pensar y eso, en más de una ocasión, le hacía meterse en problemas de los cuales ella tenía que sacarlo. Su carácter reposado y su intuición femenina la habían ayudado a vivir en ese ambiente tenso y hostil. Se daba cuenta rápidamente de los errores de su marido sin que este ni siquiera los intuyera. Como aquél día que se comportó de manera tan necia con David, uno de los hijos de Isaí, cuya fama todo el mundo conocía desde que siendo un niño se había enfrentado en el valle de la encina a Goliat, el gigante filisteo a quien temía todo Israel y al que, con una sola piedra lanzada por su honda de pastor, había derrotado en el nombre de Yahweh de los ejércitos.
Aunque por entonces la noticia aun no era oficial, el pueblo sabía que David sería el sucesor de Saúl.
Sentada junto al pozo y acariciada por la brisa aun fresca, Abigail recordó el día que Abbas, uno de sus criados, llegó a casa casi sin aliento y temblando de miedo.
- ¿Qué sucede, Abbas?
- ¿Recuerda, señora, aquella noche que unos salteadores quisieron matarnos y robarnos el ganado?, lo habrían conseguido a no ser por los hombres de David que nos defendieron, pues ellos llegaron hoy hasta mi señor para que les proporcionara algo de comer, y olvidando el bien que había recibido de ellos, los echó sin darles nada.
- ¿Eso hizo Nabal?, ¿no les dio nada? reaccionó ella, abrumada.
- Sí, mi señora. Así lo hizo.
- ¿Y qué pasó después?
- Luego los hombres de David fueron y le contaron lo que mi señor hizo y nos han llegado noticias de que David viene para castigar esta casa. Dicen que va a matar a hombres, mujeres, niños y animales y que va a destruir todos los bienes. Si mi señora no hace algo,moriremos todos. Lo que digo es cierto, concluyó el siervo.
Abigail no había vivido ninguna situación tan peligrosa como aquella. Mandó a sus sirvientes a que cargaran los asnos con alimentos.
Pensando en un recorrido alternativo para no coincidir con su esposo, había salido en busca del hombre que venía dispuesto a arrasar con todo. Sabía que en ataques así, nadie quedaba vivo.
No sabía cómo podría enfrentar el encuentro con David, pero ya encontraría la manera. Mientras tanto, había ido repitiendo incansablemente en su interior:
Impide que el mal me cerque,
rescátame de los brazos de la muerte.
Atiende a mi súplica.
¿Quién vendrá a socorrerme, Yahweh, si Tú no vienes?
Tras varias horas de camino, al atardecer se encontraron con los soldados. Advirtiendo la presencia del ejército, Abigail se adelantó, postrando su rostro ante David.
- Señor mío, te ruego que vuelvas hacia mí tu bondad. Tú, que gozas de las gracias y favores del Señor, no tengas en cuenta el comportamiento de mi esposo. Perdona la tardanza de esta tu sierva, que vino en cuanto supo de la necesidad de tus hombres. Recibe los presentes que vengo a ofrecerte y no derrames sangre inocente en esta tierra, en la que todos sabemos que serás levantado como rey para arrojar lejos a tus enemigos por la promesa que el Señor ha hecho a su pueblo.
Impresionado por la valentía, el ingenio y la belleza de aquella mujer que se atrevía a presentarse así ante él, David se sintió desarmado:
- ¿Cuál es tu nombre?, preguntó algo turbado.
- Abigail, dijo alzando levemente el rostro, sin que sus ojos se atrevieran a mirar de frente a David, a la vez que sus delicadas manos le ofrecían una pequeña cesta con algunas muestras de los alimentos que cargaban los asnos: un pan, un puñado de grano tostado, un racimo de uvas pasas y algunos higos.
Abigail era hermosa y su forma de hablar dulce como la miel. Su cara y sus manos estaban ligeramente bronceadas por el sol. Sus ojos eran oscuros como la profundidad de los mares. Oscuros eran también los mechones que escapaban del manto que cubría su cabeza.
David se acercó a ella con lentitud para recoger la pequeña cesta con el regalo. Estaba tan desconcertado que no sabía qué debía hacer, si aventurarse a comenzar una conversación con ella, si invitarla a participar con él de aquel presente. Aunque estaba acostumbrado a tratar con mujeres, ante Abigail se sintió despojado de todas aquellas armas que usaba para conquistarlas. ¿Dónde se había metido aquel despecho que venía dispuesto a descargar contra aquella gente? Todo se había desvanecido.
- Ensalzo el nombre del Señor que ha hecho posible nuestro encuentro y ha detenido mi venganza contra tu linaje.
Aceptó los presentes y al dejarla marchar sostuvo sus ojos con la fuerza de su mirada.
- Que las bendiciones y la paz del Señor sean sobre ti, agregó.
Antes de que Abigail se volviera, dándoles la espalda a David y a sus hombres, tornaron a mirarse fijamente, como si se hubieran conocido en algún pasado perdido en el tiempo.
El breve encuentro se habría de seguir repitiendo en los pensamientos de ambos. Aliviada, Abigail emprendió el regresó a casa.
Mientras su pequeña caravana se movía con lentitud, cantaba a viva voz.
Te alabaré, Señor.
En medio de las gentes pronunciaré tu nombre.
El eco de mi voz agradecida se extenderá por entre las naciones.
Porque te dignaste hoy a salvarme la vida y honraste a los míos.
Sólo tú eres santo.
Eterna y para siempre tu misericordia.
Al llegar a casa, encontró a su marido bebiendo y comiendo con algunos vecinos, los únicos dispuestos a darle siempre la razón. Como tantas veces, estaba ebrio. El vino era la única cosa que alegraba su espíritu.
Al verla entrar, se apresuró a ofrecerle su copa y a invitarla a formar parte del banquete. Aunque Abigail sabía que cuando se encontraba en ese estado era una de las pocas ocasiones en que podía hablar con él, prefirió no contarle nada de lo que había hecho hasta el día siguiente. No le gustaba verlo así, de modo que se fue a sus aposentos para intentar conciliar el sueño, estaba cansada.
Por la mañana,Nabal se preparaba para salir a recorrer sus tierras y Abigail le salió al encuentro.
- Si te dignas esperar un momento, deseo hablar contigo.
- Anoche era yo quien deseaba tu presencia en mi fiesta, y me rechazaste. También te llamé de madrugada. Quería susurrarte al oído palabras bellas, y no tuve respuesta.
Con su calma habitual y esa resignación que a lo largo de los años había desarrollado para poder convivir con él, lo miró.
- Anoche ya te divertías con tus amigos. Pero está bien, hablaremos de ese asunto a tu regreso. Ahora quisiera confesarte algo antes de que lo descubras por ti mismo.
- ¡Pues dime, mujer, que se me hace tarde!
Con una altivez que era más aparente que real porque sentía que el miedo la inundaba por lo que le habría de revelar, respondió:
- Llevé a cabo la ayuda que no fuiste capaz de ofrecer a David. Por tu insensatez estuvimos a punto de morir todos. ¿Cómo te atreviste a desafiar un ejército de seiscientos hombres?
- ¿Me estás diciendo que te presentaste ante él sin mi permiso? ¿Qué fuiste a ver a ese traidor del rey que se esconde por nuestros campos?, gritó con el color rojo de la sangre agolpada en su cabeza y derribando todo lo que encontraba a su paso.
- Nabal, escucha..., dijo sin poder terminar la frase, al ver que se dirigía hacia ella con la intención de golpearla.
A grandes zancajadas, con el puño cerrado y lleno de ira se le acercaba. Abigail se volvió hacia la pared, intentando protegerse la cabeza con sus brazos. Cerró con fuerza los ojos y apretó los dientes para paliar de algún modo el dolor que le venían encima. Así pasaron unos segundos que se le hicieron eternos, hasta que sintió su presencia. Oía su respiración jadeante a su espalda. Sentía cada vez más cerca el calor de su aliento. Sabía que un solo golpe suyo podría acabar con ella. Intentó protegerse aún más con sus brazos, no quería que el rostro de ese hombre fuera la última imagen de su vida. Esperó el zarpazo mortal.
Cuando con su brazo alzado, estaba a punto de volcar su enojo, sintió un fuerte dolor en el pecho que le impidió asestar el golpe. La presión que sentía hizo que se llevara las manos al pecho. No podía respirar y el dolor se hacía cada vez más agudo.
- A...bigail, dijo, con un hilo de voz.
Ella se volvió con cuidado y vio como el cuerpo de su marido se tambaleaba como una caña sacudida por el viento al tiempo que decía con una expresión cada vez más débil:
- Siempre tuve la esperanza que con el tiempo lograría moldearte a mi gusto. ¡Pero me equivoqué! ¡Maldigo el día que te elegí como esposa!
Esas fueron las últimas palabras antes de desplomarse. Abigail estaba desconcertada. Momentos antes huía de él y ahora intentaba salvarlo. Trató de levantarlo, pero no pudo. Gritó desesperada llamando a los criados que acudieron presurosos. Entre varios consiguieron llevarlo hasta su lecho.
Fue inútil llamar a los sanadores más prestigiosos de los alrededores y a aquellos a quienes se les consideraba representantes de Yahweh. Ninguno de los remedios dio resultado. Aquella extraña dolencia había empezado a destruir y a devorar su cuerpo y su espíritu igual que el fuego destruye y devora los campos y los montes sin que nada ni nadie pueda detenerlo.
Con la puesta del sol del décimo día de su aflicción, murió. Las plañideras acudían como buitres atraídas por la muerte. Daban vueltas alrededor de la casa, de modo que al llamarlas para iniciar la etapa de lamentos mortuorios, estaban listas para su trabajo de llantos y clamores.
A su debido tiempo, Nabal fue sepultado en uno de sus campos.
Poco a poco empezó a circular entre los siervos de la casa de Nabal primero y luego por toda la comarca, que su enfermedad había sido un castigo mortal por su mal corazón.
Abigail se encerró en la casa. Al terminar el periodo de ayuno y las ceremonias del entierro hubieron llegado a su fin, continuó sin querer participar del pan y del vino que le ofrecían como consuelo. Sus emociones se contradecían. Por un lado se sentía culpable; pero por otro sabía que si no hubiera actuado así con David, todos habrían muerto. Cerraba los ojos y revivía la escena en la que Nabal pronunciaba sus últimas palabras: "Maldigo el día que te elegí como esposa". Entonces un peso grande le oprimía el pecho y reanudaba su llanto.
Con el paso del tiempo se iría dando cuenta de que volvía a ser una mujer libre.
La noticia del fallecimiento recorrió los campos hasta llegar a oídos de David. El que habría de ser rey de Israel no tardó en enviar emisarios que la llevaron a su presencia. Allí permaneció como invitada hasta que él le expresó su intención de hacerla su esposa.
Por fin había encontrado lo que tanto esperó y anheló: el amor que le ofrecía un hombre con corazón y rostro diferentes.
Sentada bajo las palmeras aquella mañana, Abigail viajó una vez más hacia el pasado. Sin embargo, vislumbró que esa sería su última peregrinación. Decidió por fin que quería liberarse de aquellos recuerdos que no le hacían ningún bien.
El sol ascendía lentamente desde el horizonte iluminando el día. Los criados salían al campo para comenzar su jornada y las doncellas empezaban sus quehaceres.
Mientras se secaba las lágrimas que corrían por sus mejillas, se incorporó para beber agua del pozo a la vez que manifestaba en voz alta sin importarle que pudieran oírla:
Yahweh es justo porque libró de la angustia a esta su sierva y también es bueno.
Con una sonrisa regresó a su alcoba. Por breves segundos se deleitó contemplando el sueño apacible de David quien, como sintiendo la fuerza de su mirada, abrió los ojos y le tendió los brazos.
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