Los libros históricos (V): I Reyes
II Samuel concluía con el final de la carrera de David, un personaje según el corazón de Dios, pero cuya vida no estuvo exenta de sombras relatadas puntualmente por el autor del libro. Algo similar cabe decir de I Reyes. De entre los hijos de David, fue Salomón el designado para heredarlo en el trono de Israel.
A diferencia de David, Salomón intentó gobernar más con la sabiduría. De hecho, el texto bíblico lo alaba precisamente porque eso fue lo que solicitó de Dios: sabiduría.
En esa sabiduría, destacó su capacidad para la diplomacia mediante enlaces matrimoniales (3: 1-2) o acuerdos económicos (c. 5). Salomón no deseaba la expansión del reino sino la prosperidad y, de manera muy especial, honrar a Dios.
Precisamente por ello, cumpliría el sueño de su padre de construir el templo de Jerusalén (c. 6). También sería el receptor de la confirmación de que la dinastía davídica se extendería para siempre, una promesa que encontraría su cumplimiento máximo en el hecho de que el mesías vendría de la familia de David (c. 9: 1-9).
La fama de Salomón llegó a ser tan extraordinaria que hasta su reino llegaron personajes como la famosa reina de Sabá (c. 10) y debe decirse –así me lo confirmó un arqueólogo al que entrevisté en uno de ms programas de radio desde Jerusalén hace tiempo– que los últimos hallazgos dejan de manifiesto que la Biblia es muy modesta al referirse a las riquezas y el poderío de Salomón. Por supuesto, deja constancia de ello, pero no pasan de ser unas pinceladas sobre lo que fue la realidad.
Y es que la Biblia no es un libro para cantar alabanzas de hombres como los anales históricos de otras culturas o las hagiografías de santos de ciertas religiones.
Precisamente por ello, no oculta el triste final de Salomón. El hombre que había comenzado su reinado con sabiduría y con sometimiento a la voluntad de Dios, lo acabó penosamente descarriado.
Las mujeres que tenía los arrastraron hacia la contemporización con el paganismo –espíritu ecuménico lo llamarían hoy– y los lujos crecientes de la corte lo llevaron a aumentar las cargas que tenía que soportar el pueblo de Israel.
Como tantos otros antes o después no pensó en recortar gastos inútiles sino en aumentarlos y hacerlos recaer sobre la gente de a pie (c. 11). Precisamente por ello, los últimos días de Salomón fueron amargos. Había perdido el rumbo y semejante circunstancia tuvo sus consecuencias.
Su hijo Roboam podría haber corregido la situación, pero, repitiendo un error muy común, no bajó los impuestos ni alivió las cargas del pueblo -¿les suena familiar?– sino que despóticamente las aumentó.
El resultado directo fue la división del reino quedando, por un lado, la tribu de Judá regida por Roboam y, por otro, las diez tribus que formaron el reino de Israel gobernado por Jeroboam (c. 12).
Quizá la fractura hubiera podido soldarse, pero Jeroboam no dudó en edificar un templo rival al de Jerusalén y la división se convirtió en irreparable. De manera bien significativa, frente al despotismo regio –ni uno solo de los reyes de Israel fue bueno y en el reino de Judá, lo fueron bien pocos– se alzó la figura del profeta.
Todavía no se trataba de los profetas que escribían, pero como antaño Samuel o Natán, desempeñaban la misma misión. Su visión no era ni la de los hombres, ni la de los reyes, ni mucho menos la de las autoridades religiosas, generalmente tan proclives a irse a la cama con el poder político.
Su visión era la de Dios. Precisamente por ello, se enfrentaban con los poderosos, acicateaban al pueblo llano en su desidia e ignorancia y, sobre todo, advertían del futuro que se iba a venir encima.
La segunda parte de este libro se centra en uno de esos personajes, Elías, que comenzó su carrera anunciando una crisis económica terrible relacionada con la sequía, una desgracia a la sazón peor de lo que significaría ahora la quiebra de los bancos.
Elías se enfrentó con la codicia de los poderosos, la hipocresía de los gobernantes, la duda del pueblo llano y la idolatría de los sacerdotes. La controversia relativa a si sólo el Dios único puede ser objeto de culto o es lícito también rendir culto a otros seres arranca de un estadio histórico muy anterior a la aparición del cristianismo.
Elías, como antes Moisés, dejó de manifiesto que sólo se podía rendir culto a Dios y a nadie más. Seguía así la enseñanza de la Torah que había prohibido taxativamente no sólo el culto a otros seres sino incluso a imágenes que pretendieran representar a cualquier ser en el cielo, en la tierra o debajo de la tierra (Éxodo 20: 1-5). Semejante conducta es la esencia del monoteísmo y cuando alguien se aparta de ella, aunque no lo sepa, está incurriendo en un gravísimo pecado de idolatría.
Por supuesto, Elías supo lo que era el peligro de perder la vida y el exilio (c. 19), pero no consiguieron acallarlo hasta el punto de que no dudó en pronunciar juicio contra gente que permitía iniquidades como la relacionada con la viña de Nabot (c. 21). El profeta sabe que puede morir y es más que consciente de sus propias debilidades, pero, a la vez, es consciente de que cuenta con el apoyo directo de Dios frente a los gobernantes, los que dicen representar al Altísimo y el pueblo que no se entera de la realidad.
Al fin y a la postre, los anuncios de Elías se cumplieron puntualmente en el rey Acab y en su esposa Jezabel (c. 22). En realidad, siempre sucede así. Los profetas pueden ser proscritos, exiliados, encarcelados e incluso asesinados, pero sus palabras de advertencia acababan realizándose y aquellos que los persiguieron reciben su más que merecido castigo. Con todo, existe una gran diferencia: el destino de la generación que los escucha es radicalmente distinto que el de la generación que hace oídos sordos a sus llamados.
Lecturas recomendadas: Salomón pide sabiduría (c. 3); Dedicación del templo (8: 12-66); la reina de Sabá visita a Salomón (c. 10); Salomón descarriado (c. 11); la división del reino (c. 12); el inicio de la carrera de Elías (c. 17-19); Acab y la viña de Nabot (c. 21); el final de Acab y Jezabel (c. 22).
Continuará: Los libros históricos (VI): II Reyes
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