Oh, feliz aquel que puede pasar la vida entre sus iguales y reinar tranquilamente en su humilde casa sin temor, sin envidia, sin falsedades, sin deseos. Joachim Du Bellay
La dueña inmortal del palacete se sentía desdichada. Tenía poder. Tenía fama. Tenía dinero. Sin embargo, nada de esto le satisfacía. Si algo apreciaba, si algo le producía alegría era su propio veneno, ver sufrir a los demás, recibir las noticias de que a los otros les iba mal. Y si les iba bien, procurar que fuera por poco tiempo.
La dueña del palacete construido en la penumbra se consumía. Estaba cada vez más fea. Su tez era cada vez más pajiza. Sus carnes eran cada día más flacas. Su hedor insoportable. Los ojos se le hacían más pequeños al dar marcha atrás hacia el cogote. Sus ojeras eran pronunciadas y verdinegras, como surcos donde habitó el musgo y por los que ya no corría el agua. Sus orejas como de elefante africano no dejaban de impulsarse hacia atrás, hacia adelante. Por otro lado, se le alargaba la nariz de tanto asomarla a los aromas ajenos. Pero creía que disfrazando su hechura, que envolviéndose de glamour barato, nadie se daba cuenta.
Se pudría y no era consciente. Vivía convencida de que su maldad era invisible a pesar de llevar, a modo de mochila, el microscopio de investigación siempre a cuestas.
Su visión del mundo era ella misma, de ahí que usara las máscaras que fuesen necesarias para cubrir sus deseos.
La curiosidad era una de sus armas, pero, por razones obvias, nunca la satisfacía del todo, de ningún modo recibía datos suficientes y, sobre todo, si lo que averiguaba era bueno, se sentía morir.
Ya fuera cerca o lejos, dondequiera que se encontraba el mérito lo localizaba y allí se presentaba para hacer pesquisas. Después de examinarlo, cada mañana salía a la caza, disfrazada de perfección y justicia, para continuar su colección de dones ajenos con el fin de encerrarlos, atarlos con cadenas para luego morderlos con sus desgastados dientes y dejarles marcadas la infección de sus huellas.
Los robaba y fingía que eran suyos. Los ponía bajo llave para después acusar a los verdaderos dueños de ladrones. Y cada tarde se camuflaba, se situaba al acecho con el fin de procurar manchar las vidas ajenas.
La dueña inmortal del palacete en la penumbra, no quería a nadie. Deseaba todo lo que los demás tenían, o lo poco que los demás tenían. Odiaba al tiempo que exigía ser la más querida. Por abarcar y subir cada vez más en el podio que ella misma se había fabricado, recogía los cargos desechados por otros, los chistes que luego no sabía contar, inventaba historias trágicas con tal de hacerse querer, mentía para conseguir cariño. Daba pena verla tan desorientada. Daba pena verla hacer muecas en lugar de marcar una sonrisa clara. No se daba cuenta que de esta manera hacía patente su inferioridad.
Destructora y maligna, se esforzaba en demostrar que todas las personas a su alcance eran injustas, de eso se alimentaba.
La dueña inmortal se llamaba Envidia. Su nombre la hacía sufrir; el palacete en penumbra era su alma.
Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes. Todos los vicios traen un no sé qué de deleite consigo; pero el de la envidia no tal sino disgusto, rencores y rabias. Miguel de Cervantes.
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