He venido con todos mis enigmas
he venido con todos mis fantasmas
he venido con todos mis amores.
Mario Benedetti
Yo tengo un pez azul con un lunar amarillo en el centro de la cola. Me lo regaló un poeta que encontré de improviso en mi calle, una tarde gris en que las hojas de los árboles estaban húmedas, y el asfalto despedía un vaho cálido que difundía sin prisas alrededor del aire. Aquel día yo regresaba de dar un paseo a tiempo perdido, caminaba bajo el cielo nublado meditando en el sueño que había tenido de madrugada. Hay noches en que apenas el silencio envuelve mi estancia, tengo sueños. Sueños que no quiero tener, yo no quiero, y de los que se desprende alguna gota profética, cuyo descubrimiento al despertar hace que me sienta distinta. Aquel me había parecido uno de ellos. Pido a Dios, si es su voluntad, que me proteja.
Por la noche yo había soñado que algo dentro de mí se rompía, y alguien desconocido se apresuraba a cerrarme la herida, no sin antes haber hurgado en ella para depositar algo que, por más que lo intentaba, no lograba recordar. Pues bien, en buscarle explicación se distraía mi mente, cuando vi ante mí aquel hombre de aspecto bohemio. Enseguida supe que era poeta. Tenía la expresión de haber vivido en un país desconocido, se adornaba el ojal del corazón con un ramillete de lilas, y estaba solo con la pecera entre las manos en mitad de la calle. Ahora pienso si el sol se escondía adrede aquella tarde detrás de los visillos de las nubes, para mirar a escondidas, cómplice oculto de lo que estaba por suceder.
El poeta no quiso decirme su nombre. Tras depositar el recipiente entre mis manos y como quien se está entregando a sí mismo, sacó de su bolsillo, para darme, un libro de poemas escrito con su puño y letra. Desapareció enseguida, no sin antes advertirme, con cierto acento extranjero, que el pez venía de aguas frías muy lejanas, donde son felices los solitarios, los incomprendidos, y que sólo se alimentaba con palabras dulces.
Me habían contado muchísimas historias, pero ninguna como la que estaba oyendo. ¿Por qué a mí?, le pregunté, mas su boca no contestó. Comenzó a alejarse mirándome, mudo, dando varios pasos hacia atrás antes de volverse oculto por una neblina aún más silenciosa.
Le observé al tiempo que se daba media vuelta y se dirigía a la esquina de mi calle que dobla hacia el Pasado. Caminaba con una serenidad extrema. Quedé desconcertada con aquel encuentro. Supongo que era un poeta que cargaba antecedentes inventados de otras épocas, y se me antojó pensar que era una Atlántida en miniatura que resurgiera del fondo de un estanque.
El pez sigue conmigo. Ha echado su ancla en casa. No es que me importe pero, se ha convertido en huésped fijo. Creo que es un pez de bajo vuelo ya que su cielo es el techo de mi sala; sus lumbreras, las seis bombillas de mi lámpara, y su paisaje más verde cuelga impreso en una estampa.
Me gusta observar su nadar continuo, imaginar su lago primitivo. Ya me conoce, y come de los versos que resbalan de mis labios. Versos que recito del libro de instrucciones que me dio el poeta, y que consta de un solo poema que se va repitiendo desde la primera página hasta la última, como si su autor hubiese querido aprenderlo de memoria, a base de escribirlo. Habla de AMOR, sí, AMOR, escrito siempre con mayúsculas
Ahora que estamos juntos,
te contaré una historia en torno a AMOR.
Dicen que es
como un remolino de estrellas
galopando luces en medio de la noche.
La furia desbordada de un torrente
que a su paso abarca
todo cuanto puede,
y desnuda en cada viaje sus alforjas.
No obstante, cuentan, que a veces,
AMOR juega a esconderse,
o desvalido duerme.
¡No lo dejes!
Pero si ocurriera, cree
que sólo con Ternura y Beso
puede componerse...
He notado que al escuchar los versos, boquiabierto se estremece, que las escamas se le erizan por la emoción con ciertas palabras como “estrellas”, “furia”, “Ternura” y “Beso”. Cuando las repito, noto un ritmo distinto en las aletas, intensifica su color azul y el lunar se ensancha.
Dicen, que cuando las palabras huyen,
queda el estigma de AMOR
grabado fuertemente
en la palma de las manos.
Que cuando la mirada se oculta,
AMOR permanece en los labios.
Porque AMOR es y resiste,
como una enfermedad inmortal
que se padece.
Otras veces, añaden,
AMOR se embriaga ¡Qué locura!
Y brota gozo del pecho,
de la boca insaciable,
de los brazos abiertos,
de las manos llenas,
de la mirada afable.
Y construye puentes imantados
de deseos atrayentes...
Para descubrir otras reacciones en él, he probado a contarle cuentos, o leerle párrafos enteros de mis novelas favoritas de misterios, pero apenas llevo leídas unas líneas se siente herido, levanta altiva su figura, salta, y me muerde la boca. Luego se acobarda en el fondo, llora entre el musgo de Java hasta hacer rebosar el agua en la vasija. Más tarde, durante la noche sufre pesadillas. Lo sé porque se entristece y tiembla en la soledad de la pecera. La única manera de levantarle el ánimo es continuar recitándole:
Afirman además,
que sólo una llamada apasionada
basta a AMOR
para hacer su agosto.
Para abrir las puertas, las ventanas,
para dejar entrar gran suma
de caricias en bandada.
Comentan,
que una pequeña dosis
es suficiente para que AMOR,
el de siempre,
se corone,
se agigante,
y supere en poder
a cualquier reino...
Otras veces, cuando alguien me visita, le noto desarmado, con el miedo en las entrañas, observo que teme a ciertas personas como quien teme al filo de un cuchillo. Ahora sé que, viva o muera (Dios, que sin duda es compasivo, no permita esto último), mi pez depende de mi boca. ¿Por qué a mí?, ¿por qué fui yo la elegida?, me he preguntado tantas veces, ¿por qué aquel hombre me eligió?, y creo encontrar la respuesta entre los versos finales del poema.
Dicen, también,
que nunca AMOR
fue sosegado.
Y a veces... pues eso,
ya lo sabes,
abre la veda,
se juega su fortuna,
le da por extenderse,
y trafica con personas
de países diferentes,
como ocurre ahora,
dentro de esta alcoba.
Un día cualquiera, creo ver que mi pez amanece apático, algo nostálgico, y yo, sin entender de peces, le saco a la calle del Encuentro, por si aquel poeta, anterior dueño suyo, viniera a rescatarlo. ¿O soy yo quien, en el fondo, desearía verle de nuevo?, me pregunto. Mas nunca ha vuelto. No. El poeta no está. El poeta no viene. Aquel poeta que pareciera repartir sueños y me entregó, sin más explicaciones el suyo, parece haber regresado a su supremo origen. Y eso me hace suponer que mi pez se siente abandonado. Cuando esto ocurre, pasa horas y horas castigando su rostro contra el tramo de pared que limita con su pecera, parece que no quiere mi compañía. De cuando en cuando se vuelve y me entrega una mirada de lástima que me preocupa. Pienso que mi pez se siente aislado en su pequeño mundo, pero quién sabe, acaso sea él el náufrago grumete que se dé más cuenta de la vida.
No puedo dejar de pensar que mi pez y el poeta son el mismo ser. Así se explicaría que sólo a través de los poemas me reconoce como amiga. Supongo que sufren alguna maldición, y que soy yo quien debe romperles el hechizo, pero no sé la manera. Elevo mis manos hacia el cielo, suplicante, y ruego a Dios que me conceda la esperanza, la fuerza suficiente para aceptar este atípico destino.
Con frecuencia miro a mi pez y él me está mirando, como quien espera que diga la palabra mágica. Otras pienso que el poeta, mi pez, y yo, somos seres solitarios dentro del mismo habitáculo frío; que somos habitantes del río de soledad que a algunos seres, -a todos los que navegamos en la tristeza-, nos recorre, y desbordándose nos arrastra hasta el más profundo silencio, ahogándonos; y que estamos condenados a existir los tres, como poemas anónimos, más allá del alcance de la mano, más allá de cualquier horizonte. ¿Qué será de aquel hombre, ahora, que se fue vacío y me dejó su sueño entre las manos? ¿Qué será de mí? Y el pez, ¿a qué aguas regresará al final de su camino?
Quizás ustedes se pregunten cómo me encuentro. Yo puedo responderles que toda esta trama me parece al mismo tiempo algo real y no real que me asusta. Que cada día me siento más y más atraída por las masas de agua; que a veces siento deseos tremendos de hacer de mi bañera un lago y meter al pez conmigo, con la única intención de hablar con él cara a cara, responda a mis preguntas y resuelva mis dudas. Salvo la transparencia del agua donde habita, todo es tan confuso...
También puedo decirles que cuando los días grises me miro en el espejo, observo, sin testigos que puedan sospecharlo aún, que mis venas azulean de un modo significativo, que una embrionaria mancha amarilla comienza a insinuarse en mis talones, que hace frío, o siento que mi sangre se enfría. Además, me ha dado por escribir mis propios versos, a cuya música, mis oídos se están poco a poco acostumbrando. Sospecho que otra yo, desconocida, dirige mis latidos y se está abriendo camino por mi pecho, con tal intimidad que ha logrado asustarme. Yo la siento.
Les ruego que si algún día preguntan por mí, y no estoy, y ven a un hombre con rasgos de poeta en mitad del asfalto, con una pecera entre manos, pregúntenle por mí (por favor, ¡búsquenme!, ¡no me dejen desaparecer!). Él sabrá la respuesta. Mientras tanto, cualquier cosa más me puede ir pasando, si Dios no lo remedia.
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