Desde la paranoia que hubo en torno a las sectas, en los años ochenta, son pocas ya las películas que tratan el tema, menos aún seriamente. Martha Marcy May Marlene es una gran excepción.
El primer largometraje del director canadiense Sean Durkin –criado en el Reino Unido y Nueva York–, no es un producto comercial –aunque cuenta con una estrella adolescente, como fue Elizabeth Olsen–, sino una obra premiada en Cannes y Sundance –por su excelente dirección–, que nos ayuda a entender cuál es la atracción de una secta.
“Yo creo que siempre se representa a las sectas de una manera desmesurada y casi como una caricatura”, dice Durkin. Se puso “a investigar concienzudamente y una amiga se ofreció voluntariamente a contar lo que le había pasado como miembro de una secta”. Le interesa la historia de una chica como ella, que opta por abandonar un grupo de este tipo, pero sobre todo qué ocurre después. La película se pregunta cómo serán para alguien así “las siguientes semanas fuera de la secta”. Duda incluso si uno se puede “reintegrar a la sociedad con normalidad tras pasar por aquello”.
Martha Marcy May Marlene no es otro film sensacionalista acerca de cultos místicos, capaces de anular la voluntad de sus adeptos para poder explotarlos. Hay violencia y abusos sexuales, pero no tienen una finalidad morbosa. “Es dura, áspera, ligeramente sórdida, gradualmente inquietante –como dice Antonio José Navarro–, pero jamás sensacionalista”.
Se acerca desde una óptica cotidiana, a “las carencias, miedos y violencias, que recorren como un viento frio las relaciones familiares”. Durkin muestra así la vulnerabilidad del alma humana, en su ansia por establecer fuertes lazos familiares en un mundo implacable. Es ahí donde está la atracción de una secta.
FORMAR PARTE DE ALGO
“En el fondo, es una historia sobre la identidad”, afirma el director. Martha es el nombre de la protagonista; Marcy May, el que le da el dirigente del grupo; y Marlene, el que usan las mujeres de la secta, para contestar el teléfono.
La identidad fracturada y escindida de Martha, se marca por dos lugares y dos tiempos, que constituyen dos espacios antagónicos: la cabaña de lujo al borde de un lago de Connecticut (que sirve de casa de vacaciones a la hermana de la protagonista) y la granja aislada en las montañas de Catskill, al norte del estado de Nueva York (donde vive la comuna dirigida por el personaje de John Hawkes, una especie de Charles Manson o David Koresh).
Toda secta al principio parece idílica. Vemos la hermosura de la vida en el campo, llena de paz y actividad física, en un contexto comunitario de cuidado y compañerismo, al hablar, trabajar y reír juntos. No tardamos en ver que las cosas no son como parecen. Las mujeres esperan a que los hombres coman, para compartir algo más frugal que ellos. Todos duermen sobre colchones en un par de habitaciones y al amanecer una chica escapa de algo que parece oscuro y siniestro.
Martha llama a su hermana Lucy –con quien no ha tenido contacto durante dos años–, que está ahora casada con un arquitecto británico, lleno de pretensiones. Es bien recibida al principio. Su hermana se muestra sensible, pero no capta el daño que ha sufrido. En parte, porque ella le dice que ha estado con un chico –en vez de en una secta–, pero también porque no han estado nunca muy cerca –Lucy es mayor que ella–. Parece alguien insegura, infantil y vulnerable. Quería pertenecer y formar parte de algo, “encontrar su papel dentro de la familia” –como dicen continuamente en el grupo–.
ATRAPADA POR SU PASADO
Hay una economía de diálogos en esta historia, que hace que no sepamos qué ocurrió en el pasado y cómo explicar el presente. La falta de información aumenta la inquietud del relato, a medida que va ella recordando y aumenta la paranoia, que le hace sentirse en peligro. Los primeros planos de su rostro nos sitúan en un espacio indeterminado. Es como si el personaje se debatiera en la frontera entre dos mundos, la realidad y el sueño, la cordura y la locura. No es una confusión entre la realidad y la imaginación, sino una crisis de identidad.
“Una vorágine de situaciones perturbadoras, de sentimientos y temores extraños, subrayan la incapacidad de Martha para reaccionar” –como observa Navarro–. Parece a veces “perdida en el laberintos de normas y responsabilidades heredadas de su paso por la secta”. Otras, se muestra extraña, en medio del lujo y las comodidades de una casa grande, junto a una familia que tampoco constituye su hogar, a la que ella le parece que no pertenece. Martha es una persona complicada, que tiene un pasado oscuro. No sabemos cómo llegó a la comuna, pero tampoco por qué se fue.
La secta no parece religiosa –como la mayoría hoy–. Es una mezcla de filosofía y vida natural, dirigida por Patrick, un hombre de unos cincuenta años, que ha atraído una serie de jóvenes, no sabemos cómo –ya que no es una persona atractiva o carismática, pero tampoco lo era Manson en La Familia o Koresh en los Davidianos–. Es sorprendente cómo mantiene el control, abusando sexualmente de las chicas. Tienen armas, pero sólo las usan al asaltar casas en medio de la noche. Es una figura paternal, pero degenerada, que les manipula con su supuesto amor.
EL PROBLEMA DE LAS SECTAS
En los años noventa, tuve la oportunidad de llegar a ser el tercer presidente de una asociación pionera en la lucha contra las sectas –Libertad, que presentó un informe a la Administración española en los ochenta–. Observé entonces que
muchos familiares pensaban que la solución a las actividades de estos grupos era su ilegalización o una actuación terapéutica. La primera se buscaba por una constante denuncia en los medios de comunicación, que esperaban produjera una reacción política. Pensaban que se podía perseguir a las sectas, como si su carácter destructivo fuera una actividad criminal. El sonado fracaso de varias intervenciones policiales, demostró lo inútil de aquella vía.
Las asociaciones de familiares intentaron entonces traer de Estados Unidos a unos individuos que llamaban “desprogramadores”. Estos supuestos psicólogos intervenían por elevadas cantidades de dinero en un secuestro, por el que intentaban forzar al individuo a “volver a la normalidad”. Se creía que había habido un “lavado de cerebro”, que sólo se podía solucionar por una terapia agresiva. La realidad es que las personas que habían sido así tratadas, se encontraban más desorientadas aún que antes, incapaces de apreciar a su familia y su estilo de vida materialista –como le ocurre a Martha en la película, cuando echa en cara a su cuñado sus expectativas de éxito laboral, como aquello que da valor a su vida–.
La mayor parte de los libros populares sobre sectas, suelen ser ataques a ciertas creencias y prácticas, o denuncias de las motivaciones de sus fundadores. La palabra secta misma, tiene ya tal carga emocional, que sólo se usa como arma de combate. Lo peor que se puede decir hoy en día sobre un grupo religioso, es que es una secta. No hay nada positivo en ello. Aunque no sea ese su sentido etimológico, todo indica desviación, peligro y corrupción. Lo que no puede producir más que temor y pánico. Se empezó a hablar entonces de nuevos movimientos religiosos. Lo que pasa es que muchos, ni son nuevos, ni religiosos.
LAS CUENTAS IMPAGADAS DE LA IGLESIA
Al enseñar ahora teología, fue el autor de El caos de la sectas, J. K. Van Baalen, quien me dio la clave del problema, cuando dijo que estas son “las cuentas impagadas de la Iglesia”.Es evidente que el auge de las sectas coincide con la decadencia del cristianismo tradicional.
No sólo los sueños del humanismo han resultado ilusorios, sino que la religión misma ha hecho que muchos abandonen la Iglesia. Esta libertad ha traído una nueva esclavitud de todo tipo de maestros y enseñanzas, filosofías y terapias, que ofrecen una nueva conciencia, un conocimiento más profundo y una paz interior. Ya que “cuando las personas dejan de creer en Dios –como dice Chesterton–, no es que no creen en nada, es que creen en cualquier cosa”.
La esencia del engaño está en decir un noventa por ciento de verdad y un diez por ciento de mentira. Si la herejía es tan peligrosa en la Biblia, es porque es una media verdad. Lo suficientemente verosímil como para poderla creer, pero realmente falsa. Es por eso que necesitamos “todo el consejo de Dios” (
Hechos 20:27). No porque no tengamos que hacer una distinción entre lo fundamental y lo secundario, sino porque necesitamos un equilibrio de acuerdo a toda la enseñanza bíblica. La Biblia está llena de paradojas que no podemos resolver en nuestra mente: un solo Dios en tres personas, un Cristo que es verdadero Dios y verdadero hombre, o el hecho de que somos responsables ante un Dios soberano. Si enfatizamos una cosa a costa de la otra, estamos en el camino del error.
Del mismo modo tenemos que reconocer que, en nuestra ortodoxia, podemos enorgullecernos de ser fieles a la verdad, cuando lo que nos falta a menudo es la práctica de la verdad –como decía Schaeffer–. Es evidente que muchos que presumen de una “sana doctrina”, necesitan también la humildad y la modestia, que está en el corazón mismo de la fe cristiana. En el seno de la Iglesia se dan también comportamientos sectarios. Todos tenemos prejuicios y limitaciones.
Es por eso que nuestra identidad tiene que estar en Cristo. Como Martha, no sabemos a veces quiénes somos, pero si conocemos quién es la verdad (Juan 14:4), Él nos hará libres (8:32).
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