Dijo Cervantes que si los celos son señales de amor, es como la calentura en el hombre enfermo, que el tenerla es señal de tener vida, pero vida enferma y mal dispuesta.
Uno en este capítulo a Poseidón, dios griego del mar y de las tormentas, y a Cibeles, madre de los dioses, no porque entre ellos existiera relación digna de importancia; lo hago por una cuestión puramente urbanística y monumental.
La mitología identifica al griego Poseidón con el romano Neptuno, considerado también dios del mar. A la verdad, el tipo de Neptuno latino no difiere del modelo griego de Poseidón. Ambos suelen representarse barbados, sosteniendo un tridente, montados en un carro tirado por caballos marinos.
En ciudades europeas abundan más los monumentos dedicados a Neptuno que a Poseidón.
En la madrileña Plaza Cánovas del Castillo se alza una fuente con estatua de Neptuno en el centro. Fue instalada allí el año 1892. A un kilómetro de distancia se encuentra otra fuente presidida por la diosa Cibeles, mirando de frente hacia las calles Alcalá y Gran Vía. Instalada en el salón del Prado en 1782, fue trasladada a su emplazamiento actual en 1898. Ahora, decir Cibeles es decir Madrid.
La capital de España cuenta con dos grandes equipos de fútbol, Real Madrid y Atlético de Madrid. Cuando el Real gana un partido internacional o una liga, los seguidores suelen celebrarlo acudiendo a Cibeles. Cuando el triunfador es el Atlético, los fans acuden a Neptuno.
Todo el mundo ha oído hablar más o menos del Olimpo, pero no todos podrían describirlo. Se trataba de una cumbre de cerca de tres mil metros situada entre Macedonia y Tesalia, comarca de la antigua Grecia, coronada siempre por la nieve, considerada por los antiguos griegos como morada de los dioses. Las divinidades mitológicas que habitaban el Olimpo eran doce, cinco mujeres y siete hombres. Poseidón era uno de ellos.
Hijo de Crono y de Rea, hermano de Zeus y Hades, estuvo casado con Anfítrete, aunque se le atribuyen varias mujeres y numerosos hijos, algunos de ellos héroes, otros monstruosos y dañinos.
En la mitología todo se acepta, nada se extraña, nada asombra, todo es creíble.
Según una referencia en la ILÍADA, cuando el mundo fue dividido en tres, Zeus recibió la tierra y el cielo, Hades el inframundo y Poseidón el mar. Se le describe como un dios gruñón. Cuando se enfadaba o era ignorado hendía el suelo con su tridente y provocaba manantiales caóticos, hundimientos y naufragios. A pesar de que era hermano menor de Zeus, a quien debía obediencia y sumisión, no vacilaba en hacerle frente, aunque otras veces colaboraba con él ayudándole a vencer a los gigantes. Su rencor hacia Ulises le llevó a ponerle grandes dificultades cuando el dios de Homero decidió regresar a Ítaca.
Algunos eruditos en el estudio de la mitología silencian el nombre de Cibeles y descartan admitirla como una divinidad griega. Esto, considerado por otros expertos como un error, se debe a que el culto a Cibeles entró en el mundo griego procedente del Asia Menor. Efectivamente, Cibeles era en origen una diosa frigia, región al norte de Asia Menor, entre el mar Egeo y el Ponto Euxino. Con todo, los griegos hicieron de ella la madre de Zeus y de otros dioses importantes. La llamaban Gran Madre, Madre de los dioses. De Grecia, el culto a Cibeles pasó a Roma. Durante la segunda guerra púnica, siglo tercero antes de Cristo, en un período desastroso para los romanos, llegó a Italia un libro compuesto por pensamientos de los oráculos en el que se leía esta frase: “Roma podrá vencer sólo si se adora a la Gran Madre”. A partir de entonces, el culto a Cibeles en Roma se caracterizaba por procesiones y rituales estruendosas. El poeta latino Ovidio, nacido el año 43 antes de Jesucristo y muerto el 18 después de Cristo, la describió “en su carro tirado por leones atravesando el cielo”. Su estela iba acompañada por “la música de los címbalos y de las flautas”.
En Cibeles tenemos a una diosa de mucha importancia en la mitología de Asia Menor, de Grecia y de Roma.
En la frontera de las creencias y los mitos se encuentran Cibeles y Atis. De esta pareja hay varias versiones. Una de ellas dice que Atis, abandonado por su madre la ninfa Nana, fue criado por una cabra y se convirtió en un joven bellísimo. Cibeles se enamoró de él y cuando se disponía a hacer planes de boda para casarse con otra mujer, Cibeles se puso tan celosa que le obligó a castrarse.
Otra versión de la leyenda afirma que Cibeles se enamora de Atis después de verlo junto al río Galo, en Frigia. Lo convierte en guardián de su templo, advirtiéndole que ha de mantenerse casto y fiel a ella en todo momento, pero él la abandona después de enamorarse de una ninfa de los bosques llamada Sagaritis. Cibeles, airada, le vuelve loco y en ese estado él se corta los genitales para aplacar los celos de la diosa. El padre de Cibeles mata a Atis y a sus criadas. “Cibeles se volvió loca de pena y andaba de un lado a otro de la región en un estado de frenesí, dando golpes a un tambor”.
Penas, locuras, pérdida de la orientación, sufrimientos, todo lo padece Cibeles a causa de los celos. El perdió más: según algunas versiones, Atis no sobrevivió a la mutilación y quedó convertido en un pino. Todo a causa de los celos de la diosa.
Los celos, ese “dragón de ojos verdes que aborrece el alimento de que se nutre, que se engendra y nace en sí mismo”, escribió Shakespeare en OTELO.
Dijo Cervantes que si los celos son señales de amor, es como la calentura en el hombre enfermo, que el tenerla es señal de tener vida, pero vida enferma y mal dispuesta.
De esa enfermedad que destruye la libertad interior y elimina en la compañía toda felicidad posible, compuso el nicaragüense Rubén Darío estos certeros versos:
Ponedle dentro el sol y las estrellas.
¿Aún no? Todos los rayos y centellas.
¿Aún no? Poned la aurora del oriente,
la sonrisa de un niño,
de una virgen la frente
y miradas de amor y de cariño.
¿Aún no se aclara? Permanece oscuro,
siniestro y espantoso.
Entonces dije yo: “¡Pues es seguro
que se trata del pecho de un celoso!”
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