Su acercamiento al episodio de “Las brujas de Salem” desveló la historia oculta de los Estados Unidos, donde muchos están intentando todavía construir la nueva Jerusalén.
Hace ahora un siglo que nació Arthur Miller, el dramaturgo que rompió los espejismos del sueño americano, muerto hace diez años en su granja de Connecticut (Nueva Inglaterra). El estilo sobrio y directo del autor de “Muerte de un viajante” o “Panorama desde el puente”, cargado de humanidad y profundamente crítico, tuvo una gran repercusión en España, donde recibió el Premio Príncipe de Asturias el año 2002. Su acercamiento al episodio de “Las brujas de Salem” desveló la historia oculta de los Estados Unidos. Nos habla del mito de la América cristiana, por el que muchos están intentando todavía construir en esta tierra la nueva Jerusalén.
Este escritor judío de origen polaco, nació en el barrio neoyorquino de Harlem en 1917. Su padre regentaba un próspero negocio textil, al lado de Central Park, cuando la Gran Depresión acabó con la empresa familiar, teniendo que mudarse a un diminuto apartamento en la periferia. Aunque era hijo de una maestra de escuela, no había ido al teatro nada más que en dos ocasiones, siendo niño. Terminó el instituto a trancas y barrancas, ya que prefería los deportes a los libros, pero una lesión, jugando al rugby, le libró de combatir en la II Guerra Mundial.
Desempeñó rudos empleos, trabajando de chatarrero, en un almacén, o incluso de lavaplatos, para poder pagar sus estudios de periodismo. Logra estrenar su primera obra a los 28 años, “Un hombre con mucha suerte” (1944), pero no dura más de dos semanas en cartel, siendo fuertemente vapuleada por la crítica. Se dedica entonces a la novela. Su libro “Focus” (1945) es un curioso alegato contra el antisemitismo americano, que fue llevado al cine en Canadá por el prestigioso actor William Macy.
Miller vuelve al teatro con “Todos eran mis hijos” (1947), que constituye un éxito rotundo, permaneciendo un año en cartel. Nos presenta el drama de un empresario sin escrúpulos que vendió material defectuoso al Ejército. Su protagonista (Joe Keller) es un sexagenario fracasado, como el personaje de “Muerte de un viajante” (Willy Loman), aunque Miller apenas tenía treinta años. Siempre parecía mayor de lo que era. En realidad, tenía sólo once años más que Marilyn Monroe –con quien se casa, al romper su apacible y largo matrimonio con su antigua novia del instituto, Grace, que le dio dos hijos–.
LA TRAGEDIA DE UN HOMBRE PATÉTICO
Desde el estreno en Nueva York de “Muerte de un viajante” en 1949, dirigida por el cineasta de origen armenio Elia Kazan, Miller es colocado a la altura de Ibsen o Chejov, aunque tenía sólo 33 años. Por lo que, junto a Eugene O´Neill y Tennessee Williams, es uno de los más grandes dramaturgos americanos del siglo XX. Su obra tiene una demoledora capacidad para inquietar a una sociedad maquillada de bienestar, confort, éxito y consumismo. Pues en lo más hondo de nuestro ser, todos sabemos que esto no es más que un gran escaparate. Por lo que todo se va a tambalear en cualquier momento bajo nuestros píes.
La tragedia de este hombre patético representa el infortunio del hombre contemporáneo. Loman es un vendedor ambulante, que porta un maletín lleno de productos que nadie quiere comprar. Cuando está cerca de la jubilación, le pide a su jefe un aumento de sueldo. Y este aprovecha para echarle del trabajo, en un desenlace atroz, que acaba en un suicidio –como el de Keller, el protagonista de su anterior obra–, para que por lo menos, sus pobres hijos puedan cobrar el seguro de vida.
Miller nos llega al alma, porque está hablando de nosotros. Nuestro destino parece estar extrañamente unido al de Loman. Por lo que nuestro temor es que la tierra que arroja Linda –su desolada y amante esposa– sobre su féretro, se convierta en una metáfora de nuestro propio entierro. Cuando afloran las lágrimas ante la tragedia de este hombre ridículo, sentimos nuestro propio fracaso como padres y el patetismo de esa figura que adora los valores que le están destruyendo. Esta es una obra imperecedera, porque nos toca en lo más íntimo.
EL PRÍNCIPE Y LA CORISTA
En “Panorama desde el puente” (1956), Miller se acerca al mundo de los emigrados italianos. Su estreno coincidió en Estados Unidos con su boda con Marilyn Monroe. Su matrimonio duró casi cinco años. Para ella, fue la relación más sólida y duradera que tuvo, pero para él, la más breve. Ya que la actriz muere un año después.
Aunque para la mayoría Marilyn no es más que un objeto de deseo, ella fue una sensible lectora, que escribía poemas a escondidas. Su atormentada personalidad se descubre en los versos publicados tras su muerte, cuajados de presagios tenebrosos (“Ay maldita sea, me gustaría estar muerta / no existir en absoluto / ausente de aquí / de todas partes”) y angustiosas peticiones de auxilio (“Help me, Help me! / Siento que la vida se me acerca / cuando lo único que quiero / es morir”).
Para Miller, “era como una poetisa que había querido recitar sus poemas ante una multitud ávida de arrancarle la ropa”. Hizo con ella de Pigmalión. Para casarse con él, se convirtió al judaísmo. Su simbiosis parecía perfecta. “Por primera vez en mi vida tengo la sensación de estar protegida”, dijo ella. Le llamaba “papá” y estaba dispuesta a toda costa, a acabar con su imagen de chica sexy y casquivana. Por medio de ella, Miller se acerca al cine, pero la relación se convierte en un reguero de barbitúricos, reproches mutuos y severos episodios de alcoholismo.
El drama de su matrimonio con Marilyn, está muy bien reflejado en la obra “Después de la caída” (1964), que intentó exorcizar los demonios de su relación. Miller no era el príncipe que interpretaba Laurence Olivier, pero desde luego, no logró redimir a la corista, que era Marilyn. Según él, “ella era una persona incapaz de existir para sí misma”. Dice en sus memorias, “Vueltas al tiempo”, que “su vida era la interpretación de un papel que no le salía”. Una de las mayores razones de depresión de Marilyn fueron sus abortos espontáneos, ya que no logró tener hijos.
En la película que escribe para John Huston, “Vidas rebeldes” (The Misfits, 1961), el personaje que interpreta Clark Gable –a punto ya de morir– se pregunta: “¿puede un hombre sonreír cuando contempla a la mujer más triste del mundo?”. En el rodaje conoce a una fotógrafa austriaca llamada Inge Morath, que había huido de los nazis para trabajar en París. Ella será su siguiente esposa, hasta que muere en el año 2002. La hija que tuvieron los dos, Rebecca, es ahora director de cine y está casada con el actor Daniel Day-Lewis. Tiene un hermano con síndrome de Down.
LAS BRUJAS DE SALEM
Cuando Miller es llamado a declarar ante el comité de Actividades Antiamericanas del senador McCarthy, él, a diferencia de Kazan, no da nombres. Su experiencia le lleva a escribir su obra sobre Las brujas de Salem en 1953, que se llevó luego al cine como “El crisol”. La película dirigida por Nicholas Hytner tiene un guión escrito por el propio Miller, que fue nominado al Oscar. En él considera todavía la obra de “alarmante actualidad, ya que habla directamente del fanatismo religioso”. Su historia en ese sentido ha sobrevivido la “caza de brujas” de McCarthy para adquirir una dimensión universal.
Lo ocurrido en Salem en 1692 tiene que ver con el sueño puritano de recobrar “el paraíso perdido”, aunque sea de un modo austero y provisto de vanidad. El diablo aparece precisamente ante ese anhelo perfeccionista que aspira limpiar la sociedad como por un crisol. La presión constante para consagrar todas las facetas de la vida a la gloria de Dios abre así una puerta inesperada al poder del Maligno, cuando unas chicas acusan de brujería a varios miembros de la comunidad en un momento en que el pastor se enfrenta a un grupo en la iglesia que está decidido a acabar con su ministerio.
El personaje del juez Danforth, interpretado en la película por el excelente actor Paul Scofield, es un hombre que desea acabar sinceramente con el poder del diablo. El actor dice que se inspiró para ello en Tomás Moro, el modelo de integridad que inmortalizó Robert Bolt en el teatro y Fred Zinnemann en el cine en “Un hombre para la eternidad”. Ya que antes de convertirse en mártir católico en manos de Enrique VIII, Moro se dedicó a enviar protestantes a la hoguera con considerable entusiasmo.
Es ese celo errado el que desata la persecución, que vive Proctor (Daniel Day-Lewis) con un sentimiento de culpabilidad, debido a su obsesión adúltera por Abigail (Winona Ryder). Mientras que el pastor Parris actúa básicamente por temor a perder su puesto, el pastor Hale, experto en demonología, nos recuerda a más de un exaltado especialista evangélico actual en “la guerra espiritual”. Su tarea es descubrir al “diablo despojado de sus toscos disfraces”, dispuesto a “aplastarlo por completo” en cuanto nos enseñe su rostro. En todo ve conjuros, pero él va a “quebrar el poder” del demonio, abriendo “por la fuerza las manos de Lucifer” para hacer a todos “buenos cristianos”.
EL MITO DE LA AMÉRICA CRISTIANA
La creencia de que una nación puede beneficiarse de una relación especial con Dios tiene por supuesto su raíz en la Biblia. Israel fue el pueblo escogido por Dios en el Antiguo Testamento, pero en el Nuevo no encontramos una nación cristiana. Algunos creyentes creen que su país es cristiano porque sus costumbres o su forma de pensar se ajustan más o menos a las normas de la justicia divina. Otros creen que sus instituciones son las que encarnan ciertos principios cristianos, que les permiten calificar a su país de cristiano. Pero hay todavía también quien opina que Dios tiene simplemente un compromiso especial con una nación en particular, en este caso los Estados Unidos.
Los esfuerzos de muchos evangélicos norteamericanos en restablecer una herencia cristiana que corre peligro de desaparecer, nos recuerdan esa otra cara del sueño americano de la que hablaba Miller. Uno de los rasgos más sobresalientes de la fundación de Estados Unidos fue esa fe compartida en un Dios, que para hombres como Jefferson o Franklin tiene más que ver con una concepción deísta que con una fe cristiana ortodoxa. Su aceptación sin embargo de la enseñanza moral tradicional hizo que expresiones de la Constitución americana como el “Dios de la naturaleza”, “el Creador” o la “divina providencia” se leyeran en un sentido cristiano.
Los puritanos de Nueva Inglaterra afirmaron reiteradamente que Dios había establecido un pacto con el pueblo americano, que veía la fundación de las colonias como el aura de un periodo milenial. El éxito de las armas durante la Guerra de la Independencia se vio como una intervención especial de la Providencia, por el que “la causa de América” llega a ser “la causa de Cristo”, utilizando las palabras de un piadoso presbiteriano de la época. Alexander Campbell, el fundador de las Iglesias de Cristo, llegó a decir que después de la Encarnación, el 4 de julio era el día más importante en la historia de la humanidad. Y durante la guerra civil, tanto el Norte como el Sur utilizaron la Biblia para defender sus causas respectivas, no por simple razón de derecho o justicia, sino como si se tratara de “la causa de Cristo”.
La Escrituras no dicen nada contra el amor a la patria, pero algunos se refieren a la América cristiana como si la historia de esta nación continuara la historia de la salvación. Esto no es un error, sino una herejía. En la historia de la humanidad existe solamente un pueblo, el Israel del Antiguo Testamento, que ha tenido una relación especial con Dios. Ninguna nación hoy, incluida Estados Unidos, puede ser el nuevo Israel de Dios. El cristianismo ha tenido una gran influencia en la historia americana. Se ha hecho en ese país mucho bien, pero también grandes males, en el nombre de Cristo. Basta pensar en el trato que reciben los pobres y desvalidos de esta sociedad, siendo precisamente estas personas para los que la Escritura demanda una atención especial. Por no hablar del exterminio de los indios o del apoyo a la esclavitud…
Eso no significa que Estados Unidos sea peor que otras naciones. A lo que Miller apunta es al peligro de querer construir la nueva Jerusalén en la tierra. Hasta que el Reino de Dios sea instaurado finalmente, toda institución humana es imperfecta. La mejor teoría política e intento de darle forma por medio de leyes en la práctica, está afectada por el hecho inevitable de que todo pensador, político, gobernante y ciudadano es pecador, ya que nuestro egoísmo estropea los mejores esquemas. Los hombres sueñan utopías, pero una y otra vez acaban en la realidad de la desilusión. El gobernante ideal siempre acaba abusando de su poder, debido a su codicia, inmoralidad y egoísmo. Y el pueblo tiene muchas veces los gobernantes que se merece, ya que todos buscamos nuestro propio interés y privilegios. Porque el enemigo está dentro de nosotros.
El Reino de Dios tiene sin embargo un gran futuro. Ya que ¡lo mejor está todavía por venir! En Cristo Jesús somos “más que vencedores” (Ro. 8:37). Por lo que cuando oramos Venga Tu Reino lo hacemos con la seguridad de que ese Reino ha venido, aunque no haya sido todavía consumado. Lo será finalmente cuando el Rey venga, toda rodilla se doble ante Él y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor (Fil. 2:10-11). Toda rebelión y arrogancia será entonces sometida a la autoridad suprema del Altísimo. Entonces veremos cómo “los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y Él reinará por los siglos de los siglos” (Ap. 11:15).
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