Felisa, de veintitrés años de edad, fue feto durante unos meses. No recuerda nada de aquel tiempo. Tampoco recuerda si sentía dolor o placer mientras estuvo en el vientre de su madre, aunque se inclina más por lo segundo ya que se quieren con locura.
La falta de recuerdos en la memoria no significa que no tuviera percepciones, sencillamente las desconocemos.
Felisa pudo haber recibido mucho daño, pues quisieron condenarla a muerte antes de nacer. No obstante, está viva. Es la continuación de aquello que empezó a formarse un anochecer a hurtadillas en el asiento trasero de un coche sin seguro, cuyo conductor iba sin carné y, además, no supo levantar el freno de mano a tiempo. Todo un ejemplar de padre.
La decisión de que llegara a ver la luz de este mundo la tomó su madre y los familiares de ésta la apoyaron. Los abuelos paternos no querían que Felisa naciera porque, de hacerlo, causaría inconvenientes en la vida del joven, tan joven entonces como la madre de Felisa.
En aquella época, los abortos se realizaban en Londres. La familia del progenitor, él incluido, se mostraron insistentemente dispuestos a pagar el viaje y la clínica con tal de que el feto no llegara a término; no interrumpiera así los planes de futuro del joven y no trastocara los esquemas mentales de los abuelos. Todo debía seguir con normalidad, sin contratiempos. Y Felisa parecía ser el mayor tropiezo para ellos. Nada sirvió para que desistieran. Ni siquiera verla mover sus bracitos y sus piernas en una ecografía les hizo cambiar de opinión.
Por otro lado, la familia materna ya quería a Felisa desde mucho antes de nacer, mucho antes incluso de saber si la criatura iba a ser varón o hembra. La querían.
La defendieron y apostaron por su vida y su futuro. Deseaban luchar, tenerla entre ellos y darle la oportunidad de seguir creciendo. Era un ser vivo. Estaban seguros de ello.
No fue nada fácil para la madre de Felisa continuar adelante con su embarazo puesto que el padre biológico, al no lograr su objetivo, desapareció del mapa. Los abuelos paternos igualmente no quisieron saber nada de ella y la criatura que estaba por llegar.
Sin embargo, Felisa no fue un error. No ha sido un estorbo.
En su nacimiento lloraron de alegría. Ella también, pues llegó con hambre. Hambre de risa. Hambre de conocimiento. Hambre de sueños. Hambre de vida. ¡Hambre!
Hoy día, la joven está preparada para ser una madre buena cuando llegue el momento, pues tiene un gran ejemplo a seguir. A veces dice que, si fuera necesario, daría su vida por el fruto de su vientre. Le gusta ser mujer.
Son tristes las noticias de estos últimos días que intentan convencernos de que el feto humano no puede sentir dolor antes de las 24 semanas de gestación, que las terminaciones nerviosas del cerebro no están lo suficientemente desarrolladas como para sentir dolor, que abortar no significa nada.
Aunque creo conocer la respuesta, me pregunto: ¿A qué día exactamente empieza a sentirlo? ¿Cuándo nota que no lo quieren? ¿Sienten lo que se trama contra él fuera del nido?
¿Desea usted preguntárselas también?
Mi respuesta está en Felisa, una joven que fue feto, que no pudo expresar su decisión de seguir viviendo o morir cuando contaba con pocas semanas de gestación y que está encantada de llenar constantemente de aire sus pulmones, que le encanta el cine y las palomitas, los helados de frambuesas, las reuniones de amigos, la música, los estudios que hace a distancia, su trabajo de jornada reducida... que le gusta la vida. ¿Dónde está la suya?
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