Premiada con el Oscar a la mejor película extranjera, ‘Ida’ nos muestra la lucha entre la razón y la fe, la carne y el espíritu, el odio y el perdón.
Una película en blanco y negro, “Ida”, ha ganado el Oscar al mejor film extranjero, el Premio del Cine Europeo y el Goya a la mejor película europea. La obra del director Pawel Pawlikowski –un polaco afincado en Inglaterra– nos recuerda al cine de otra época, pero sobre todo, nos presenta una visión de la vida, que muchos consideran ya desfasada, la que ve la naturaleza humana desde la realidad del pecado.
Si para entender a alguien, hay que ponerse en su lugar, la ficción intenta lo que no podemos hacer en realidad, experimentar la vida de otra persona. “Vivimos en la apoteosis de un narcisismo que se ha convertido en ideología –dice Pawlikowski–. Lo más importante somos nosotros.” El personaje de su película Ida, “no siente que ella misma sea el centro del universo”. Su deslumbrante mirada te traslada al asombro de una vida, comprimida en apenas medio año de una joven novicia en la Polonia de los años sesenta.
Anna sale unos días del convento en el que ha crecido, para conocer a su tía Wanda, su único familia, antes de tomar los votos. Juntas emprenden un viaje en busca de sus orígenes, que las enfrenta a la culpa de un pasado olvidado. El país está bajo el régimen comunista, mientras que Anna es como si hubiera vivido en la Edad Media. Su tía acumula los horrores de la Historia del siglo XX, primero el Holocausto, y después la represión estalinista.
Nada es lo que parece. Anna se llama en realidad Ida, y es judía. Sus padres fueron asesinados durante la Segunda Guerra Mundial, en circunstancias no aclaradas. Cuando conocemos a su tía Wanda, vemos que sale de su dormitorio, un hombre vistiéndose. Nos preguntamos si se estará prostituyendo, cuando descubrimos a continuación que es juez. No tardamos en saber que jugó un importante papel en el terror del estalinismo. La llamaban Wanda la Roja.
Cuando nació Pawlikowski en 1957, Polonia tenía un sistema burocrático y corrupto, basado en una estructura de poder totalitaria, sin ninguna ideología. Los años sesenta traen una cierta apertura, pero a los catorce años el director se va a Italia y Alemania, hasta que se establece finalmente, en Inglaterra, donde empieza a hacer documentales en los años ochenta. “Ida” es su quinta película, pero también el regreso al país de su infancia, sin la música, el color y los movimientos de cámara, que habían caracterizado hasta ahora su cine.
MIRADA DESLUMBRANTE
Poco de lo que uno ve en la pantalla hoy, se queda en la retina, algo después de desplegarse los créditos. Esta conmovedora historia, sin embargo, rodada en un impresionante blanco y negro, tiene un efecto hipnótico. Me ha trasladado a la época en que empecé a amar el cine.
Si no supieras nada de esta película, pensarías que está hecha en el tiempo en que se ambienta. No es algo de ahora. El formato es casi cuadrado, como los televisores de los años sesenta. No tiene el movimiento nervioso de cámara en mano, que muchos confunden hoy con la emoción. Nada resulta falso e impostado.
Como dice Carlos Boyero, “el claustro nevado de un convento, la bruma acercándose a un bosque, un tenue rayo de sol filtrándose en un cementerio, parece que siempre han pertenecido en esos paisajes, que no forman parte de la puesta en escena”. La única música que se escucha, es la que ponen en casa (Bach y Mozart), los cánticos religiosos del convento, o el grupo de jazz que interpreta en un hotel, “Naima” de Coltrane.
En los ochenta minutos que dura el film, no sobra, ni falta nada. Aprovecha el espacio de una puesta en escena con una cámara fija, donde los personajes sólo ocupan una parte de la pantalla. La sorprendente escena final, observa Paul Schrader que podría recordar a “El tercer hombre”, pero es un plano tan insólito, que alguien que conoce tanto cine como él, dice que nunca lo ha visto en ninguna película.
No es extraño que por donde vaya, consiga premios. Recibió el galardón de la crítica en Toronto, además de los mayores reconocimientos de su país. En Gijón se llevó seis premios, incluyendo el de mejor película, guión y actriz. Aunque se hizo el año pasado, se exhibe todavía en cines de todo el mundo.
ATMÓSFERA MAGNÉTICA
Anna sigue la rutina diaria de devoción y servicio del convento, mientras que Wanda es una mujer traumatizada por el Holocausto, alcohólica y promiscua. “La identidad de Ida está definida por su fe y no es superficial”, dice Pawlikowski. El director explica que “su fe cambia en la película, pero nunca la pierde”. Wanda es una mujer inteligente, que realmente creía en el marxismo. Se sentía más comunista que judía, pero ha pasado del idealismo al desencanto.
Cuando Wanda le cuenta a Anna su origen judío, lo hace como una especie de ajuste de cuentas. Tía y sobrina emprenden este viaje con diferentes motivaciones. Wanda lo hace como una especie de autocastigo, pues sabe lo que la espera, pero Anna vive sin interés por su pasado, ignorante de todas las Idas que murieron en los campos de exterminio. Los judíos de Polonia fueron tanto victimas de los nazis, como del antisemitismo polaco. La población vive como si se hubieran esfumado, adoptando quizás otra identidad.
Al finalizar esta investigación, ninguna de las dos mujeres vuelve a ser la misma. La película nos enfrenta a la culpa y el olvido, que se confunde con el perdón. En el camino, se encuentran con un joven saxofonista que les invita al concierto de jazz que va a dar. Su relación con Anna muestra la complejidad y sutilidad de esta película. Es una historia descrita con gestos leves, silencios reveladores y miradas llenas de expresividad. Los diálogos son breves y justos, creando “una atmósfera magnética”, como dice Boyero.
ESPIRITUALMENTE SOBRECOGEDORA
“Ida” podría ser la confrontación entre una novicia inocente y la maldad del mundo exterior, pero es una obra mucho más profunda y compleja. Hay una dualidad en Anna, que nos muestra una realidad, pero también su oscuro anverso. Anna es Ida, e Ida es Anna. Son la misma persona, pero representa dos posibilidades de vida, para la misma persona. Una posible lectura de la conclusión podría ser que Anna tiene que intentar ser Ida, para saber qué decisión va a tomar respecto a su futuro.
Otra interpretación es la que hace Alissa Wilkinson en su interesante comentario en Christianity Today. Anna intenta entender por qué su tía no la quiso tener, cuando se quedó huérfana, a pesar de que se lo pidieran sus hermanas. Para poder comprender la vida que ha elegido, tiene que convertirse en su doble, vivir su realidad. Es por eso que se pone su ropa y hace sus mismas cosas, para saber lo que es ser ella, entender por qué ha hecho lo que ha hecho.
El amplío espacio que dejan los planos de esta película, sobre la cabeza de los personajes, parece sugerir una presencia invisible, el peso de una autoridad que no podemos ver. El estilo ascético de “Ida” recuerda la desnudez de Bresson, pero también su visión jansenista de que en la abundancia del pecado, sobreabunda la gracia. Antes de emprender el viaje, Wanda advierte a Anna: “¿qué ocurre si vas allí y descubres que no hay Dios?” Ida nos muestra la lucha entre la razón y la fe, la carne y el espíritu, el odio y el perdón.
EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN
En cierto modo, Ida nos recuerda la Encarnación. Solemos hablar de un pensamiento judeo-cristiano. Los griegos despreciaban el valor del cuerpo y la vida material, pero ¿hay algo menos judío que la idea de que Dios pueda vivir en un cuerpo humano? En estricto sentido, el cristianismo no es ni griego, ni judío. Nos presenta la locura del Creador haciéndose criatura, para que le podamos conocer y confiar en Él, siendo salvos por el mayor acto de amor que se puede hacer por una persona.
Una noche en que Wanda intenta ahogar sus penas en alcohol, le dice a Anna que “tu Jesús no se escondió en una cueva con libros, sino que salió al mundo”. El cristianismo no se vive en un convento. “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”, dice Juan (1:14). Si “la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (v. 17), es experimentando nuestro dolor, para mostrarnos el verdadero amor que nos libera.
“Ida” no es sólo una historia sobre nuestra búsqueda de identidad. Es una reflexión sobre la fe y su lugar “en el mundo”. Jesús le pide al Padre: “no riego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal” (Jn. 17:15). Wanda le dice a Anna que Cristo vino a perdonar pecadores como ella. ¡Ese es el Evangelio! Lo que la religión entonces, como ahora, no acaba de comprender...
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