Admiración vs. envidia

Hemos hablado ya en alguna ocasión de la gran atleta holandesa FANNY BLANKERS-KOEN, ganadora de cuatro medallas de oro en los juegos olímpicos celebrados en Londres 1948. Lo que no hemos contado es que ella dijo a la prensa que cuando tenía 16 años, ya había cumplido el sueño de su vida ¡cuando le pidió un autógrafo al gran JESSE OWENS! ¡Qué bueno es admirar a alguien!

Existe una gran diferencia entre aprender de lo que otros hacen, y creer que uno puede hacerlo mejor; entre ayudar a los demás, y creer que uno debe ser el primero en todo. Esa es la diferencia entre la bondad y la maldad; entre la posibilidad de aprender o no saber; entre la humildad y el orgullo.

Cuando admiras a alguien, te conviertes en su amigo porque sientes la necesidad de aprender de ella o de él y buscas por todos los medios estar a su lado para ayudar. Te sientes feliz con lo que recibes, y siempre crees que puedes recibir más. 

Cuando envidias a alguien, la paz desaparece de tu corazón; sólo te preocupas de lo que el otro va a hacer y trabajas para aprovechar todas las oportunidades que tengas para desprestigiar y hablar mal de quien envidias. Nunca estás tranquilo, porque sientes que en cualquier momento van a pasar "por encima de ti".

La envidia es íntima amiga del orgullo. Siempre crees que puedes hacer las cosas mejor que aquel a quien envidias. Es la condenación primera en la que cayó el diablo: quería ser como Dios y creía ser mejor que Dios mismo. Nadie puede decir que vive en la voluntad de Dios si envidia a otros, y cree que él (o ella) es el mejor, el primero, el más importante de todos.

La envidia y el orgullo nos destruyen en primer lugar a nosotros, porque son pecado. A quien más daño hace el envidioso es a así mismo. Quien sufre las consecuencias de querer ser el primero en todo, es el propio corazón del orgulloso/a.   

Nunca te preocupes por ser el primero, el mejor o el más importante. Dios te ama tal como eres, no necesitas envidiar a nadie.