Dios intervendrá indefectiblemente ante la continuada violación de las normas morales más elementales. Y hasta puede usar los medios más abominables para hacerlo, aunque nosotros no podamos entenderlo.
Entre las grandes nociones de la Biblia que han entrado en colisión con el pensamiento actual hay varias cuestiones capitales. Una es la idea de justicia, pues mientras que para la moderna noción lo que importa es la rehabilitación del transgresor incluso saltándose las demandas de la justicia, ésta nunca sale mermada en la Biblia, aunque se contemple la recuperación del ofensor; ese equilibrio entre justicia y recuperación tiene un nombre, que es expiación. El concepto actual de los derechos tampoco coincide con el que hay en ese libro, lo primero por el origen de los mismos y lo segundo porque los derechos se han quedado cojos, al no contemplarse las responsabilidades que los balancean, contrapeso que sí es patente en la Biblia. Tampoco casa el modelo actual de verdad con el recogido en ese documento, ya que al negarse ahora que exista una verdad objetiva e inmutable, cada cual puede sacarse de la manga la verdad que le venga en gana o le convenga, que es justo lo contrario de lo que la Biblia presenta.
Incluso las ideas actuales sobre Dios se han apartado de lo que la Escritura expone. Que Dios esté airado sobremanera a causa de nuestros pecados, es considerado un anacronismo propio de épocas oscurantistas, cuando los clérigos tenían que echar mano del miedo para asustar a la gente. Un escándalo insoportable es afirmar que Dios es soberano y puede disponer de todo y de todos conforme le plazca, porque el principio de soberanía hace mucho tiempo que quedó obsoleto en todas las esferas de la actividad humana, incluso en la religiosa. Aseverar que Dios puede usar, y usa, instrumentos execrables para castigar a las naciones es ya el colmo de lo tolerable, al haber reducido a Dios a nuestra imagen, esto es, a nuestro criterio de lo que Dios debe y no debe hacer.
Por todo ello resultan insufribles las declaraciones de los profetas del Antiguo Testamento, que se atrevieron a anunciar mensajes que los oídos no podían aguantar. Aquellos hombres fueron catalogados como anti-patriotas y traidores, por denunciar los pecados de su nación y vaticinar su caída en manos de sus enemigos. De hecho, daban la impresión de estar de parte de los adversarios, al aconsejar rendirse y abandonar toda resistencia, dado que aguantar sólo serviría para prolongar el sufrimiento. No se gozaban esperando que la desgracia aconteciera y así se cumpliera su profecía, sino que se angustiaban por si se cumplía.
El mensaje de estos hombres no era fatalista, en el sentido de que daba igual lo que se hiciera, dado que Dios había decretado la catástrofe. Esa catástrofe era condicional, pudiendo no suceder si había un cambio de actitud en los interpelados. Ese cambio tenía un nombre: Arrepentimiento. Si se producía un abandono de los malos caminos y una vuelta a Dios, entonces vendría respiro y liberación. El remedio que ellos propugnaban no radicaba en medidas políticas, ni en reformas económicas, ni tampoco en alianzas estratégicas con naciones poderosas, sino en la conversión de los corazones.
Muchos se rieron de su ingenuidad y les dieron la espalda. No eran más que agoreros y pesimistas, sin una palabra positiva, que era lo que hacía falta en aquellos momentos, para levantar el ánimo de la gente. Por eso fueron tildados, por los predicadores del pensamiento positivo, de farsantes que serían avergonzados en poco tiempo y por las autoridades religiosas y civiles como violadores de la ley y merecedores de recibir el castigo adecuado.
Finalmente se cumplieron los peores presagios, siendo lo más inexplicable de todo que Dios escogiera instrumentos viles y bárbaros para realizarlos. Era inconcebible que alguien justo y santo, como es Dios, se sirviera de tales medios para ese fin. Ni siquiera los propios profetas acertaban a explicarse cómo se podía armonizar a Dios con tales medios. Pero para que no quedaran dudas al respecto, Dios no sólo llamó al enemigo sino que también le señaló el blanco al que había de atacar, el objeto de su ira. No podía haber equivocación, de ahí que lo que había de ser destruido lo especificara concretamente, señalando hasta la técnica de asedio a ser empleada.
Si hacemos un traslado de lo de entonces a lo de ahora y si Dios no ha cambiado, aunque nosotros hayamos intentado cambiarlo, entonces hay que llegar a la conclusión de que lo que pasó entonces ocurrirá ahora también. Las circunstancias, los medios, serán distintos, pero el principio es el mismo: Dios intervendrá indefectiblemente ante la continuada violación de las normas morales más elementales. Y hasta puede usar los medios más abominables para hacerlo, aunque nosotros no podamos entenderlo.
¡Qué provechoso sería ahora, que tantas asechanzas, internas y externas, se ciernen sobre nuestras cabezas, que nos escudriñáramos, no sea que estemos pensando que la solución radica en un mero cambio cosmético!
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